jueves, 5 de febrero de 2015

El Centurión, un verdadero hombre | Encuentra.com

El Centurión, un verdadero hombre | Encuentra.com





Un centurión pudo ser testigo privilegiado de todos los hechos
del sacrificio de Cristo. Fue tan buen testigo que se convirtió en el
momento de la muerte de Jesús.


Estaba acostumbrado a este tipo de cosas, habría visto -y dirigido-
bastantes crucifixiones, y no iba a dejarse impresionar por una más; no
era un trabajo bonito, pero había que hacerlo, y este oficial (al que
la tradición llama Longinos) no es fácilmente impresionable, pero puede
captar mejor que otros las características peculiares de esta
crucifixión.


Primero pudo contemplar la debilidad de Pilato -su jefe- que
consiente en la ejecución de un inocente, aunque intente disfrazar su
injusticia con el gesto frívolo e hipócrita de lavarse las manos y
decir que era inocente de la sangre de aquel justo. El centurión vió
también el furor de la muchedumbre, la envidia feroz de los judíos
importantes, las lágrimas de las mujeres de Jerusalén- tan pocas
comparadas con la multitud que aclamaba a aquel hombre sólo unos días
antes-. Para un romano no era fácil de entender lo que pasaba. Simón de
Cirene sería forzado a llevar la Cruz de Cristo por mandato suyo
cuando vió la extrema debilidad de Jesús. Después escucharía una a una
las siete palabras del Señor en la Cruz y la conversión de uno de los
ladrones. Quizá facilita la presencia de María al pie de la Cruz. Cada
uno de estos hechos serían como luces, o como lanzadas en su alma, que
unidas a la acción de la gracia le llevarían a la conversión.


Un testigo puede serlo de muchas maneras. El centurión miraría las
cosas como militar de carrera. No era un mercenario a sueldo como los
que se burlaron de Jesús cuando le vieron caído después de la
flagelación. Los centuriones eran militares en el más puro sentido de
la palabra, es decir, hombres de honor, con sentido de la disciplina y
de la lealtad. Un verdadero militar debe poseer muchas virtudes humanas
si quiere desempeñar su tarea con un mínimo de dignidad. La guerra es
una realidad ingrata e indeseable para todos. Es cierto que algunas
guerras son justas porque se dan motivos de legítima defensa que las
justifican, pero los que las viven sufren, y mucho.


La historia ha sido pródiga en buenos y malos militares. Pero es
posible decir que cuando son buenos, son muy buenos, ya que se enfrentan
a tareas que exigen muchas virtudes humanas. Los militares deben ser
valientes y disciplinados, fuertes y serenos, y estas virtudes les
hacen ser muy hombres en el sentido de ser más perfectos que los que no
saben ni defenderse. La calidad de los centuriones romanos debía ser
muy alta en tiempos de Jesús, de hecho fueron numerosas las
conversiones de ellos en la primera expansión de la Iglesia.


Aquel centurión se convirtió en la muerte de Cristo; veamos cómo lo
cuentan los evangelistas. Marcos dice que El centurión, que estaba de
pie frente a Él, dijo al ver como expiró: verdaderamente este hombre
era Hijo De Dios[592]. Mateo añade que lo mismo dijeron los que
guardaban a Jesús junto a Él; y Lucas precisa que dió gloria Dios y
dijo:Este hombre era realmente justo[593]. Los matices son importantes,
pero, de momento, consideremos que un cambio así no suele darse de
repente y examinemos la posible evolución del centurión que le lleva a
la fe.


El proceso empezaría con la sentencia de Pilato condenando a Jesús. A
todo hombre de bien le duelen las injusticias, más aún si le afectan
más o menos directamente. Duro debió ser para el centurión obedecer la
orden de llevar al patíbulo a un inocente cargando con la cruz. Era
disciplinado y cumple, pero le resultaría penosa la conducta del
procurador. Ver a todo un gobernador romano doblegarse ante el griterío
de una chusma le sublevaría. Es muy posible que esperase la orden de
dispersar a aquella gente que gritaba contra toda justicia, y lo haría
con gusto, pero esa orden no llegó. Ver que Pilato, su jefe, es un
cobarde le defraudó, ve que no estaba a la altura de los
acontecimientos. Él, en cambio, tenía que obedecer ¡todo sea por Roma y
la disciplina del glorioso ejercito!. Pero su sentido de la justicia le
llevaba a mirar con buenos ojos a aquel inocente, víctima de una
conjura.


El trayecto de los condenados debió ser difícil. Las calles de
Jerusalén que conducen a la puerta judiciaria son estrechas. Allí se
acumularía una masa de cobardes. Más de una vez ordenaría cargar contra
ellos para abrir paso, y más de un golpe contundente saldría de sus
manos. ¡Bien podían haberse enfrentado con Jesús en el Templo cuando
enseñaba, pero no se atrevían por la fuerte personalidad de Jesús y por
la presencia de sus seguidores!. ¡Y ahora que le ven maltrecho se
atreven los muy cobardes!


¿Y este Jesús por qué calla? ¿Y sus amigos por qué no le defienden?
Cuando hablaba todos enmudecían por su sabiduría y la autoridad de sus
palabras. Cuando un sabio calla será porque su silencio vale más que
sus palabras. Pero, la verdad, no es fácil entender por qué no se
defiende, ni por qué no le defienden. Él habría actuado de otro modo.
Aquí hay algún misterio que no entiendo, se diría el centurión. Y su
tendencia a la verdad le agudizaría la mente para entender lo que
estaba pasando delante de sus ojos.


Cuando comenzó la crucifixión su sorpresa creció. Jesús no toma el
calmante que le ofrecen, ni se resiste a ser enclavado en la cruz, y,
para colmo, perdona. Sus palabras le debieron desconcertar y le harían
meditar Perdónales, porque no saben lo que hacen[594]. ¡Perdona a los
que le matan! Como buen soldado el centurión sabía que el perdón es una
de las características de los grandes ante el enemigo derrotado. Quizá
había visto la alegría de un soldado enemigo condenado y perdonado.
Los emperadores eran más grandes cuando eran magnánimos que cuando eran
crueles. Y aquel condenado perdona en lugar de pedir clemencia y pide a
Dios que perdone. El centurión pudo ver el alma grande de Jesús
hombre. Su primera palabra le ayuda a entender su silencio y su
ausencia de defensa: se trataba de una cuestión religiosa. El hombre
magnánimo capta por simpatía la grandeza de alma de los demás. La
grandeza de Cristo es de un nivel que le asombraría.


La segunda palabra de Jesús confirmó esta idea, pues la dirigió a
uno de los ladrones que le pedía que se acordase de él en su reino.
¿Qué reino puede ofrecer alguién que va a morir? Y Jesús responde Hoy
estarás conmigo en el Paraíso[595]. Ahora comprende más, pues se trataba
de un reino espiritual. Así se entienden muchas cosas. Esperan un
paraíso. El centurión se lo representaría según las mitologías paganas;
en ninguna religión falta la noción de premio y de castigo. Ese reino
sería un reino de justicia verdadera. Sus años de lucha le llevaban a
desconfiar de la justicia humana tan difícil y tan frágil. Ciertamente,
sólo Dios puede ser justo plenamente. Era una esperanza grande para un
buen hombre esperar en un reino de justicia verdadera. Pilato,
escéptico, no creyó en ese reino, pero al ver la entereza de Jesús se
despertaría con fuerza en el centurión su sentido de la justicia.


La tercera palabra la dirige a su madre. No sabemos el papel que el
centurión tuvo al permitir su presencia allí, pero no era usual, y es
muy posible que fuese un acto de piedad con el que sabía era inocente.
Entonces escucharía que decía a María y al muchacho joven palabras
importantes. A Juan le dice he aquí a tu madre y a ella le dice Mujer,
he aquí a tu hijo[596]. El centurión no entendería todo el sentido
espiritual de estas palabras a través de las cuales Jesús pide a su
madre que sea madre espiritual de todos los hombres; pero sí debió
entender bien el cariño entre el hijo y la madre, y como él se
preocupaba de ella más que de sí mismo. Cuida de ella a través del
joven valiente -el único hombre- allí presente, probablemente pariente
de ellos, pensaría sin errar demasiado.


El corazón se le debió encoger un poco al pensar en su madre y en sus
familiares. Daba así un paso más en comprender que aquel hombre tan
religioso no era inhumano, no era un desapegado de los cariños
verdaderos. Es natural un movimiento de piedad en el centurión, y eso
acerca a la fe.


Pasaba el tiempo, y Jesús calló durante largo rato; el centurión
meditaba. La gracia iría actuando en su corazón, como la semilla
sembrada en buena tierra. Poco a poco, pero viva. Hasta que Jesús habló
de nuevo dijo con gran voz: Eloí, Eloí, lamá sabaktani que, traducido,
es Dios mío ¿por qué me has desamparado?[597]. Ni él ni muchos de los
judíos que estaban cerca entendieron estas palabras pensando que
llamaba a Elías. El centurión preguntó y le debieron traducir, quizá le
dijeron que eran las primeras de un salmo mesiánico que se estaban
cumpliendo al pie de la letra en aquellos momentos. Pero él se quedaría
en la literalidad de la palabras y se daría cuenta del dolor interno
de Jesús ¿Cuanto sufre también en el alma?. Y una nueva virtud humana
afloraría en su interior: la compasión. Era fuerte, pero no era
insensible. Sabía que Jesús era inocente, sabía que podía haberse
escondido o defendido de modos naturales o sobrenaturales, pero que
quería sufrir como pagando una deuda y los pecados de otros. Esta
justicia sólo podía ser producto de un amor extraordinario. Pero ¡qué
duro era aquello! No pudiendo consolarle en lo humano, quizá al ver a
la madre, pensaría en que la mejor compasión era unirse a aquel
valiente que tenía delante de sus ojos. Y los deseos de conocerle irían
apareciendo cada vez más en el exterior.


Por fin oyó una palabra que le daba la posibilidad de ayudar un poco
al crucificado. Jesús dijo Tengo sed[598]; el centurión se apresuraría
para que le llevasen el líquido que estuviese más a mano. Le acercan
una esponja mojada en vinagre, pero Jesús sólo la probó, no quería
satisfacer la terrible sed propia de la fiebre y la pérdida de sangre,
era la suya una sed espiritual. El centurión puede comprobar que la
dureza del suplicio no ha hecho disminuir ni un ápice la voluntad de
aquel hombre extraordinario. Jesús tenía sed de almas y cumplía la
voluntad del Padre hasta en los más mínimos detalles. El centurión
admira la fortaleza, tan patente en Jesús.


Fue entonces cuando dijo Jesús: Todo está consumado[599]. Ahora le
quedaba más claro aún que estaba realizando una misión religiosa,
extraña, pero real. ¿Qué es lo que estaba consumado? Algo que no se
puede explicar solo con la lógica humana. Y la atención del centurión se
centraría en comprender la verdad de lo que estaba pasando. Los
hombres falsos o insinceros sólo se preocupan de sus problemas; los
hombres sinceros buscan la verdad. La inquietud religiosa de aquel
soldado llegaba a un punto culminante.


Fue entonces cuando se produjo el momento decisivo de su conversión.
Primero fue el gran grito de Jesús, después lo que dice en aquel
grito, y por último la sorprendente reacción del cielo y la tierra.
Escuchemos como lo narran los evangelistas. Y Jesús, dando una gran
voz, dijo: "En tus manos entrego mi espíritu"[600]… Y era como la hora
de sexta cuando se obscureció toda la tierra hasta la hora de nona,
porque se eclipsó el sol[601]… Y he aquí que el velo del Templo se
rasgó de arriba a abajo. Tembló la tierra y las piedras se partieron.
Los sepulcros se abrieron y resucitaron muchos cuerpos de santos que
habían muerto[602].


El gran grito manifiesta la fuerza que conservaba Jesús. La muerte
de los crucificados era un apagarse lento en el que la asfixia y la
debilidad eran determinantes. Cristo tiene fuerzas. Mas que hablar
grita. Su libertad en la hora de la muerte queda clara y el centurión
es uno de los que mejor puede captar esa muerte libre. El grito de
Jesús debió sobrecoger a todos. Los culpables se llenarían de temor
pensando en un posible milagro. María al pie de la Cruz se alegró por
ver el término de los padecimientos de su Hijo y la consumación de la
Redención. El centurión tuvo un dato más: se trataba de una muerte
extraordinaria.


La última palabra de Jesús en la Cruz también es muy expresiva,
dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Palabras densas que
el centurión captaría según su capacidad. Para un pagano los dioses
eran lejanos y terribles, caprichosos y crueles. Pensar en Dios como
Padre quedaba fuera de su comprensión, aunque en alguna ocasión
pudiesen emplear la expresión. El centurión sabía que los judíos
veneraban a un Dios único, pensar en ese Dios Creador como un Padre que
quiere a sus hijos era una auténtica revelación. Si lo aceptaba toda
su vida cambiaba. Además Jesús amaba al Padre de tal manera que su
diálogo con Él no se rompía por la dureza del sacrificio que se estaba
realizando allí. Aquel hombre noble pudo ver así unas relaciones
paterno filiales extraordinarias. El Padre quería una misión
difícilisima y el Hijo se abandonaba en la voluntad de su Padre
cumpliéndola hasta el final.


La noche repentina y el terremoto concluyeron la conversión del
militar. Aquellos fenómenos nunca vistos en la naturaleza fueron para
él como un grito de la Creación ante lo que los hombres habían sido
capaces de hacer. Por un lado descubre que Jesús era realmente
justo[603], es decir, era noble, fuerte, compasivo, piadoso,entero. Y
por otro lado comprende que es más que un hombre bueno: Verdaderamente
éste hombre era Hijo de Dios[604].


Más adelante podrá saber que no todo acaba con la muerte y que aquel
Hombre era, es y será por los siglos de los siglos. Y sabrá que no sólo
era Hijo de Dios como hombre, sino que era el Hijo Unigénito de Dios.
Pero nosotros podemos deternos en el itinerario recorrido por un
militar lleno de virtudes humanas que le conduce a la fe. Su
trayectoria es inversa de los que condenaron a Jesús, los cuales,
conociendo la Escrituras y practicando externamente la religión, eran
personas humanamente deformes y falsas. No basta con un conocimiento
teórico para llegar a Dios, es necesario ser correctamente humanos.


Las virtudes humanas del centurión le permitieron convertirse a pesar
de que la Cruz parecía el fracaso de un hombre. La mirada limpia
permite comprender lo que los retorcidos poseedores de la Escritura
rechazan. La gracia actúa con libertad porque no encuentra obstáculos
en lo que podemos llamar un hombre de bien. Ciertamente cuando un alma
se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy
cerca de Cristo[605].


El constraste con el joven rico es patente. El centurión es un
hombre maduro y noble y descubre la luz por su mirada clara y limpia.
El joven se alejó triste de Jesús porque le parecen duras las
exigencias del Señor, y no las conocía todas porque era un teórico y la
falta la experiencia de una madurez generosa.


[592] Mc 15,39


[593] Lc 23,47


[594] Lc 23,34


[595] Lc 23,42


[596] Jn 19,25-37


[597] Mc 15,34


[598] Jn 19,28


[599] Jn 19,30


[600] Lc 23,46; Mt 27.50; Mc 15,37


[601] Lc 23,44-45


[602] Mt 27,51-52


[603] Lc 23,47


[604] Mc 15,39; Mt 25,54


[605] Beato Josemaría Escrivá. Amigos de Dios. n. 91


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