jueves, 5 de febrero de 2015

Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990)

Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990)








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CARTA ENCÍCLICA


REDEMPTORIS MISSIO


DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO IISOBRE LA PERMANENTE VALIDEZ
DEL MANDATO MISIONERO



Venerables Hermanos y amadísimos Hijos:
¡Salud y Bendición Apostólica!




INTRODUCCIÓN
1.
La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de
cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una
mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía
en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras
energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar
las grandes obras de Dios: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún
motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no
predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16).

En nombre de
toda la Iglesia, siento imperioso el deber de repetir este grito de san
Pablo. Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de
viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto
la solicitud misionera; y precisamente el contacto directo con los
pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido aún más de la urgencia de tal actividad a la cual dedico la presente Encíclica.

El
Concilio Vaticano II ha querido renovar la vida y la actividad de la
Iglesia según las necesidades del mundo contemporáneo; ha subrayado su «
índole misionera », basándola dinámicamente en la misma misión
trinitaria. El impulso misionero pertenece, pues, a la naturaleza íntima
de la vida cristiana e inspira también el ecumenismo: « Que todos sean
uno ... para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17, 21).

2.
Muchos son ya los frutos misioneros del Concilio: se han multiplicado
las Iglesias locales provistas de Obispo, clero y personal apostólico
propios; se va logrando una inserción más profunda de las comunidades
cristianas en la vida de los pueblos; la comunión entre las Iglesias
lleva a un intercambio eficaz de bienes y dones espirituales; la labor
evangelizadora de los laicos está cambiando la vida eclesial; las
Iglesias particulares se muestran abiertas al encuentro, al diálogo y a
la colaboración con los miembros de otras Iglesias cristianas y de otras
religiones. Sobre todo, se está afianzando una conciencia nueva: la misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales.

No
obstante, en esta « nueva primaveras del cristianismo no se puede dejar
oculta una tendencia negativa, que este Documento quiere contribuir a
superar: la misión específica ad gentes parece que se va parando,
no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del
Magisterio posterior. Dificultades internas y externas han debilitado el
impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos, lo cual es un
hecho que debe preocupar a todos los creyentes en Cristo. En efecto, en
la historia de la Iglesia, este impulso misionero ha sido siempre signo
de vitalidad , así como su disminución es signo de una crisis de fe.1

A los veinticinco años de la clausura del Concilio y de la publicación del Decreto sobre la actividad misionera Ad gentes y a los quince de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del Papa Pablo VI, quiero invitar a la Iglesia a un renovado compromiso misionero, siguiendo al respecto el Magisterio de mis predecesores.2
El presente Documento se propone una finalidad interna: la renovación
de la fe y de la vida cristiana. En efecto, la misión renueva la
Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y
nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal.

Pero
lo que más me mueve a proclamar la urgencia de la evangelización
misionera es que ésta constituye el primer servicio que la Iglesia puede
prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el
cual está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el
sentido de las realidades últimas y de la misma existencia. « Cristo
Redentor —he escrito en mi primera Encíclica— revela plenamente el
hombre al mismo hombre. El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo
a sí mismo ... debe ... acercarse a Cristo. La Redención llevada a cabo
por medio de la cruz ha vuelto a dar definitivamente al hombre la
dignidad y el sentido de su existencia en el mundo ».3

No
faltan tampoco otras motivaciones y finalidades, como responder a las
numerosas peticiones de un documento de esta índole; disipar dudas y
ambigüedades sobre la misión ad gentes, confirmando así en su
entrega a los beneméritos hombres y mujeres dedicados a la actividad
misionera y a cuantos les ayudan; promover las vocaciones misioneras;
animar a los teólogos a profundizar y exponer sistemáticamente los
diversos aspectos de la misión; dar nuevo impulso a la misión
propiamente dicha, comprometiendo a las Iglesias particulares,
especialmente las jóvenes, a mandar y recibir misioneros; asegurar a los
no cristianos y, de manera especial, a las autoridades de los países a
los que se dirige la actividad misionera, que ésta tiene como único fin
servir al hombre, revelándole el amor de Dios que se ha manifestado en
Jesucristo.

3. ¡Pueblos todos, abrid las puertas a Cristo! Su
Evangelio no resta nada a la libertad humana, al debido respeto de las
culturas, a cuanto hay de bueno en cada religión. Al acoger a Cristo, os
abrís a la Palabra definitiva de Dios, a aquel en quien Dios se ha dado
a conocer plenamente y a quien el mismo Dios nos ha indicado como
camino para llegar hasta él.

El número de los que aún no conocen a
Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún,
desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad
inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es
patente la urgencia de la misión.

Por otra parte, nuestra época
ofrece en este campo nuevas ocasiones a la Iglesia: la caída de
ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y la
configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios
de comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos
que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a
los más necesitados); un tipo de desarrollo económico y técnico falto de
alma que, no obstante, apremia a buscar la verdad sobre Dios, sobre el
hombre y sobre el sentido de la vida.

Dios abre a la Iglesia
horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica.
Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales
a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún
creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este
deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos.



CAPÍTULO I
JESUCRISTO ÚNICO SALVADOR
4.
El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y
particularmente en la nuestra —como recordaba en mi primera Encíclica
programática— es « dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y
la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo ».4

La
misión universal de la Iglesia nace de la fe en Jesucristo, tal como se
expresa en la profesión de fe trinitaria: « Creo en un solo Señor,
Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los
siglos... Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del
cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y
se hizo hombre ».5
En el hecho de la Redención está la salvación de todos, « porque cada
uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno
Cristo se ha unido, para siempre, por medio de este misterio ».6 Sólo en la fe se comprende y se fundamenta la misión.

No
obstante, debido también a los cambios modernos y a la difusión de
nuevas concepciones teológicas, algunos se preguntan: ¿Es válida aún la
misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el
diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción
humana? El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda
propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión? ¿Para qué, entonces, la misión?

« Nadie va al Padre sino por mí » (Jn 14, 6)

5.
Remontándonos a los orígenes de la Iglesia, vemos afirmado claramente
que Cristo es el único Salvador de la humanidad, el único en condiciones
de revelar a Dios y de guiar hacia Dios. A las autoridades religiosas
judías que interrogan a los Apóstoles sobre la curación del tullido
realizada por Pedro, éste responde: « Por el nombre de Jesucristo, el
Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de
entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste
aquí sano delante de vosotros... Porque no hay bajo el cielo otro nombre
dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos » (Act
4, 10. 12). Esta afirmación, dirigida al Sanedrín, asume un valor
universal, ya que para todos —judíos y gentiles— la salvación no puede
venir más que de Jesucristo.

La universalidad de esta salvación
en Cristo es afirmada en todo el Nuevo Testamento San Pablo reconoce en
Cristo resucitado al Señor: « Pues —escribe él— aun cuando se les dé el
nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay
multitud de dioses y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios,
el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un
solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual
somos nosotros » (1 Cor 8, 5-6). Se confiesa a un único
Dios y a un único Señor en contraste con la multitud de « dioses » y «
señores » que el pueblo admitía. Pablo reacciona contra el politeísmo
del ambiente religioso de su tiempo y pone de relieve la característica
de la fe cristiana: fe en un solo Dios y en un solo Señor, enviado por
Dios.

En el Evangelio de san Juan esta universalidad salvífica de
Cristo abarca los aspectos de su misión de gracia, de verdad y de
revelación: « La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre »
(cf. Jn 1, 9). Y añade: « A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado » (Jn 1, 18; cf. Mt
11, 27). La revelación de Dios se hace definitiva y completa por medio
de su Hijo unigénito: « Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el
pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos
tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de
todo, por quien también hizo los mundos » (Heb 1, 1-2; cf. Jn 14, 6). En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta
autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que
la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar
el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a
conocer sobre sí mismo.

Cristo es el único mediador entre Dios y
los hombres: « Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a
sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el
tiempo oportuno, y de este testimonio —digo la verdad, no miento— yo he
sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y
en la verdad » (1 Tim 2, 5-7; cf. Heb 4, 14-16). Los
hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio
de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y
universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía
establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aun
cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden,
éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la
mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y
complementarias

6. Es contrario a la fe cristiana introducir
cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo. San Juan afirma
claramente que el Verbo, que « estaba en el principio con Dios », es el
mismo que « se hizo carne » (Jn 1, 2.14). Jesús es el Verbo
encarnado, una sola persona e inseparable: no se puede separar a Jesús
de Cristo, ni hablar de un « Jesús de la historia », que sería distinto
del « Cristo de la fe ». La Iglesia conoce y confiesa a Jesús como « el
Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16, 16). Cristo no es
sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la
salvación de todos. En Cristo « reside toda la plenitud de la divinidad
corporalmente » (Col 2, 9) y « de su plenitud hemos recibido todos » (Jn 1, 16). El « Hijo único, que está en el seno del Padre » (Jn
1, 18), es el « Hijo de su amor, en quien tenemos la redención. Pues
Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por
él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su
cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos » (Col 1, 13-14.19-20).
Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un
significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la
historia, es el centro y el fin de la misma: 7 « Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin » (Ap 22, 13).

Si,
pues, es lícito y útil considerar los diversos aspectos del misterio de
Cristo, no se debe perder nunca de vista su unidad. Mientras vamos
descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las
riquezas espirituales, que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos
disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación. Así como
« el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con
todo hombre », así también « debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a
todos la posibilidad de que, en forma sólo de Dios conocida, se asocien
a este misterio pascual ».8 El designio divino es « hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra » (Ef 1, 10).

La fe en Cristo es una propuesta a la libertad del hombre

7. La urgencia de la actividad misionera brota de la radical novedad de vida, traída
por Cristo y vivida por sus discípulos. Esta nueva vida es un don de
Dios, y al hombre se le pide que lo acoja y desarrolle, si quiere
realizarse según su vocación integral, en conformidad con Cristo. El
Nuevo Testamento es un himno a la vida nueva para quien cree en Cristo y
vive en su Iglesia. La salvación en Cristo, atestiguada y anunciada por
la Iglesia, es autocomunicación de Dios: « Es el amor, que no sólo crea
el bien, sino que hace participar en la misma vida de Dios: Padre, Hijo
y Espíritu Santo. En efecto, el que ama desea darse a sí mismo ».9

Dios
ofrece al hombre esta vida nueva: « ¿Se puede rechazar a Cristo y todo
lo que él ha traído a la historia del hombre? Ciertamente es posible. El
hombre es libre. El hombre puede decir no a Dios. El hombre puede decir
no a Cristo. Pero sigue en pie la pregunta fundamental. ¿Es licito
hacer esto? ¿Con qué fundamento es licito? ».10

8.
En el mundo moderno hay tendencia a reducir el hombre a una mera
dimensión horizontal. Pero ¿en qué se convierte el hombre sin apertura
al Absoluto? La respuesta se halla no sólo en la experiencia de cada
hombre, sino también en la historia de la humanidad con la sangre
derramada en nombre de ideologías y de regímenes políticos que han
querido construir una « nueva humanidad » sin Dios.11

Por
lo demás, a cuantos están preocupados por salvar la libertad de
conciencia, dice el Concilio Vaticano II: « La persona humana tiene
derecho a la libertad religiosa ... todos los hombres han de estar
inmunes de coacción por parte de personas particulares, como de grupos
sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que en
materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni
se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o
asociado con otros dentro de los limites debidos ».12

El
anuncio y el testimonio de Cristo, cuando se llevan a cabo respetando
las conciencias, no violan la libertad. La fe exige la libre adhesión
del hombre, pero debe ser propuesta, pues « las multitudes tienen
derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo, dentro del cual
creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud
, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su
destino, de la vida y de la muerte, de la verdad. Por eso, la Iglesia
mantiene vivo su empuje misionero e incluso desea intensificarlo en un
momento histórico como el nuestro ».13
Hay que decir también con palabras del Concilio que: « Todos los
hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de
razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una
responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la
verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados,
asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida
según las exigencias de la verdad ».14

La Iglesia, signo e instrumento de salvación

9. La primera beneficiaria de la salvación es la Iglesia. Cristo la ha adquirido con su sangre (cf. Act
20, 28) y la ha hecho su colaboradora en la obra de la salvación
universal. En efecto, Cristo vive en ella; es su esposo; fomenta su
crecimiento; por medio de ella cumple su misión.

El Concilio ha
reclamado ampliamente el papel de la Iglesia para la salvación de la
humanidad. A la par que reconoce que Dios ama a todos los hombres y les
concede la posibilidad de salvarse (cf. 1 Tim 2, 4),15
la Iglesia profesa que Dios ha constituido a Cristo como único mediador
y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de
salvación.16
« Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de
Dios, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles
católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios ».17
Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la
posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la
necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación. Ambas favorecen
la comprensión del único misterio salvífico, de manera que se
pueda experimentar la misericordia de Dios y nuestra responsabilidad. La
salvación, que siempre es don del Espíritu, exige la colaboración del
hombre para salvarse tanto a sí mismo como a los demás. Así lo ha
querido Dios, y para esto ha establecido y asociado a la Iglesia a su
plan de salvación: « Ese pueblo mesiánico —afirma el Concilio—
constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de
verdad, es empleado también por él como instrumento de la redención
universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la
tierra ».18

La salvación es ofrecida a todos los hombres

10.
La universalidad de la salvación no significa que se conceda solamente a
los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la
Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a
disposición de todos. Pero es evidente que, tanto hoy como en el pasado,
muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la
revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia. Viven en condiciones
socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido
educados en otras tradiciones religiosas. Para ellos, la salvación de
Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una
misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en
ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y
ambiental Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y
es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración.

Por
esto mismo, el Concilio, después de haber afirmado la centralidad del
misterio pascual, afirma: « Esto vale no solamente para los cristianos,
sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón
obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual ».19

« Nosotros no podemos menos de hablar » (Act 4, 20)

11. ¿Qué decir, pues, de las objeciones ya mencionadas sobre la misión ad gentes? Con
pleno respeto de todas las creencias y sensibilidades, ante todo
debemos afirmar con sencillez nuestra fe en Cristo, único salvador del
hombre; fe recibida como un don que proviene de lo Alto, sin mérito por
nuestra parte. Decimos con san Pablo: « No me avergüenzo del Evangelio,
que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree » (Rom
1, 16). Los mártires cristianos de todas las épocas —también los de la
nuestra— han dado y siguen dando la vida por testimoniar ante los
hombres esta fe, convencidos de que cada hombre tiene necesidad de
Jesucristo, que ha vencido el pecado y la muerte, y ha reconciliado a
los hombres con Dios.

Cristo se ha proclamado Hijo de Dios,
íntimamente unido al Padre, y, como tal, ha sido reconocido por los
discípulos, confirmando sus palabras con los milagros y su resurrección.
La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que
responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es
siempre « Buena Nueva ». La Iglesia no puede dejar de proclamar que
Jesús, vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y
la resurrección, la salvación para todos los hombres.

A la pregunta ¿Para qué la misión? respondemos
con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la
verdadera liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma
de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la
muerte. Cristo es verdaderamente « nuestra paz » (Ef 2, 14), y « el amor de Cristo nos apremia » (2 Cor 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros.

La
tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría
meramente humanas, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo
fuertemente secularizado, se ha dado una « gradual secularización de la
salvación », debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre,
pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En
cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral,
que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los
admirables horizontes de la filiación divina.

¿Por qué la misión? Porque
a nosotros, como a san Pablo, « se nos ha concedido la gracia de
anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo » (Ef 3,
8). La novedad de vida en él es la « Buena Nueva » para el hombre de
todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres. De
hecho, todos la buscan, aunque a veces de manera confusa, y tienen el
derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo.
La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede esconder ni conservar
para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser
comunicadas a todos los hombres.

He ahí por qué la misión, además
de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia
profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a
la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente
comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como
servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que « su
excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una
gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento,
palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad ».20



CAPÍTULO II
EL REINO DE DIOS
12.
« Dios rico en misericordia es el que Jesucristo nos ha revelado como
Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo
ha hecho conocer ».21 Escribía esto al comienzo de la Encíclica Dives in misericordia, mostrando
cómo Cristo es la revelación y la encarnación de la misericordia del
Padre. La salvación consiste en creer y acoger el misterio del Padre y
de su amor, que se manifiesta y se da en Jesús mediante el Espíritu. Así
se cumple el Reino de Dios, preparado ya por la Antigua Alianza,
llevado a cabo por Cristo y en Cristo, y anunciado a todas las gentes
por la Iglesia, que se esfuerza y ora para que llegue a su plenitud de
modo perfecto y definitivo.

El Antiguo Testamento atestigua que
Dios ha escogido y formado un pueblo para revelar y llevar a cabo su
designio de amor. Pero, al mismo tiempo, Dios es Creador y Padre de
todos los hombres se cuida de todos, a todos extiende su bendición (cf. Gén 12, 3) y con todos hace una alianza -Gén 9, 1-17). Israel tiene experiencia de un Dios personal y salvador (cf. Dt 4, 37; 7, 6-8; Is
43, 1-7), del cual se convierte en testigo y portavoz en medio de las
naciones. A lo largo de la propia historia, Israel adquiere conciencia
de que su elección tiene un significado universal (cf. por ejemplo Is 2, 2-5; 6-8; 60, 1-6; Jer 3, 17; 16, 19.

Cristo hace presente el Reino

13.
Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber
recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación
mesiánica: recorre Galilea proclamando « la Buena Nueva de Dios: "El
tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la
Buena Nueva" » (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: « Porque a esto he sido enviado » (Lc 4,
43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la « Buena Nueva », como él
mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret,
aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el
Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al ser él la « Buena Nueva
», existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el
decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su
acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia;
proclama la « Buena Nueva » no sólo con lo que dice o hace, sino también
con lo que es.

El ministerio de Jesús se describe en el contexto
de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la
Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento
nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza
hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a
cumplirse. « El Reino de Dios está cerca » (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4,
18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que
la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no por la mera pertenencia étnica.

El
Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; él mismo nos revela quién
es este Dios al que llama con el término familiar « Abba », Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20,
1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre;
es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede
gratuitamente las gracias pedidas.

San Juan nos dice que « Dios es Amor » (1 Jn
4, 8. 16). Todo hombre, por tanto, es invitado a « convertirse » y «
creer » en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en a
medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en
la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21).

Características y exigencias del Reino

14. Jesús revela progresivamente las características y exigencias del Reino mediante sus palabras, sus obras y su persona.

El
Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a
ser sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado
sobre todo a aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su
preferencia, cuando anuncia la « Buena Nueva ». Al comienzo de su
ministerio proclama que ha sido « enviado a anunciar a los pobres la
Buena Nueva » (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice: « Bienaventurados los pobres » (Lc
6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de
liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2), tratándoles como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores (cf. Lc 15, 1-32).

La
liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a
la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos
gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas
curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero
significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni
sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de
todo ello a las personas. En la perspectiva de Jesús, las curaciones son
también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado.
Mientras cura, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de perdón
(cf. Lc 5, 24). Recibida la fe, la curación anima a ir más lejos: introduce en la salvación (cf. Lc 18,
42-43). Los gestos liberadores de la posesión del demonio, mal supremo y
símbolo del pecado y de la rebelión contra Dios, son signos de que « ha
llegado a vosotros el Reino de Dios » (Mt 12, 28).

15. El
Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza
progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a
perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley,
centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10,
25-28). Antes de dejar a los suyos les da un « mandamiento nuevo »: «
Que os améis los unos a los otros como yo os he amado » (Jn 15,
12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su
expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios.

El
Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero.
Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo
divino, que está presente en la historia humana y la transforma.
Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas
sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la
realización de su designio de salvación en toda su plenitud. 

En el Resucitado, llega a su cumplimiento y es proclamado el Reino de Dios

16.
Al resucitar Jesús de entre los muertos Dios ha vencido la muerte y en
él ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús
es el profeta del Reino y, después de su pasión, resurrección y
ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el
mundo (cf. Mt 28, 18; Act 2, 36; Ef 1, 18-31). La
resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su
acción y a toda su misión. Los discípulos se percatan de que el Reino ya
está presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente
en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con él.

En
efecto, después de la resurrección ellos predicaban el Reino,
anunciando a Jesús muerto y resucitado. Felipe anunciaba en Samaría « la
Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo » (Act 8, 12). Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (cf. Act 28, 31).

También los primeros cristianos anunciaban « el Reino de Cristo y de Dios » (Ef 5, 5; cf. Ap 11, 15; 12, 10) o bien « el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo » (2 Pe 1, 11).
Es en el anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica,
donde se centra la predicación de la Iglesia primitiva. Al igual que
entonces, hoy también es necesario unir el anuncio del Reino de Dios (el contenido del « kerigma » de Jesús) y la proclamación del evento de Jesucristo (que es el « kerigma » de los Apóstoles). Los dos anuncios se completan y se iluminan mutuamente.

El Reino con relación a Cristo y a la Iglesia

17.
Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir
de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la
misión que podemos llamar « antropocéntricas », en el sentido reductivo
del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del
hombre. En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una
realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los
programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también
cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no
negando que también a ese nivel haya valores por promover, sin embargo
tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado
en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en
una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El
Reino de Dios, en cambio, « no es de este mundo, no es de aquí » (Jn 18, 36).

Se
dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el
acento sobre el Reino y se presentan como « reinocéntricas », las cuales
dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino
que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una « Iglesia para los
demás », —se dice— como « Cristo es el hombre para los demás ». Se
describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una
doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados « valores del
Reino », cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad;
por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las
religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a
renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.

Junto a unos
aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros
negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que
hablan, se basa en un « teocentrismo », porque Cristo —dicen— no puede
ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que
pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única
realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo,
conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la
diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio
de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por
marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «
eclesiocentrismo » del pasado y porque consideran a la Iglesia misma
sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad.

18. Ahora
bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el
cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

Como ya
queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el
Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: « Sobre
todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de
Dios e Hijo del hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la
redención de muchos" (Mc 10, 45) ».22 El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible.23
Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de
Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado
del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo
puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no
aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).

Asimismo,
el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es
fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es
germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de
Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha
dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de
salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y
carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar.24
De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no excluya la
obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la
Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el
vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado
que tiene « la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos
».25

19.
Es en esta visión de conjunto donde se comprende la realidad del Reino.
Ciertamente, éste exige la promoción de los bienes humanos y de los
valores que bien pueden llamarse « evangélicos », porque están
íntimamente unidos a la Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia
siente también muy dentro de sí, no debe separarse ni contraponerse a
los otros cometidos fundamentales, como son el anuncio de Cristo y de su
Evangelio, la fundación y el desarrollo de comunidades que actúan entre
los hombres la imagen viva del Reino. Con esto no hay que tener miedo a
caer en una forma de « eclesiocentrismo ». Pablo VI, que afirmó la
existencia de « un vínculo profundo entre Cristo, la Iglesia y la
evangelización »,26
dijo también que la Iglesia « no es fin para sí misma, sino
fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y
toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres ».27

La Iglesia al servicio del Reino

20.
La Iglesia está efectiva y concretamente al servicio del Reino. Lo
está, ante todo, mediante el anuncio que llama a la conversión; éste es
el primer y fundamental servicio a la venida del Reino en las personas y
en la sociedad humana. La salvación escatológica empieza, ya desde
ahora, con la novedad de vida en Cristo: « A todos los que la recibieron
les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre
» (Jn 1, 12).

La Iglesia, pues, sirve al Reino, fundando
comunidades e instituyendo Iglesias particulares, llevándolas a la
madurez de la fe y de la caridad, mediante la apertura a los demás, con
el servicio a la persona y a la sociedad, por la comprensión y estima de
las instituciones humanas.

La Iglesia, además, sirve al Reino
difundiendo en el mundo los « valores evangélicos », que son expresión
de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios. Es
verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse
también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera,
siempre que ésta viva los « valores evangélicos » y esté abierta a la
acción del Espíritu que. sopla donde y como quiere (cf. Jn 3, 8);
pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es
incompleta, si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente
en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica.28

Las múltiples perspectivas del Reino de Dios 29
no debilitan los fundamentos y las finalidades de la actividad
misionera, sino que los refuerzan y propagan. La Iglesia, es sacramento
de salvación para toda la humanidad y su acción no se limita a los que
aceptan su mensaje. Es fuerza dinámica en el camino de la humanidad
hacia el Reino escatológico; es signo y a la vez promotora de los
valores evangélicos entre los hombres.30
La Iglesia contribuye a este itinerario de conversión al proyecto de
Dios, con su testimonio y su actividad, como son el diálogo, la
promoción humana, el compromiso por la justicia y la paz, la educación,
el cuidado de los enfermos, la asistencia a los pobres y a los pequeños,
salvaguardando siempre la prioridad de las realidades trascendentes y
espirituales, que son premisas de la salvación escatológica.

La
Iglesia, finalmente, sirve también al Reino con su intercesión, al ser
éste por su naturaleza don y obra de Dios, como recuerdan las parábolas
del Evangelio y la misma oración enseñada por Jesús. Nosotros debemos
pedirlo, acogerlo, hacerlo crecer dentro de nosotros; pero también
debemos cooperar para que el Reino sea acogido y crezca entre los
hombres, hasta que Cristo « entregue a Dios Padre el Reino » y « Dios
sea todo en todo » (1 Cor 15, 24.28).



CAPÍTULO III
EL ESPÍRITU SANTO PROTAGONISTA DE LA MISIÓN
21.
« En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu
Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad
divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el
sacrificio de la cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los
hombres: a los Apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y
por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista
trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y
en la historia del mundo ».31

El
Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial;
su obra resplandece de modo eminente en la misión ad gentes, como se ve
en la Iglesia primitiva por la conversión de Cornelio (cf. Act 10), por las decisiones sobre los problemas que surgían (cf. Act 15), por la elección de los territorios y de los pueblos (cf. Act 16,
6 ss). El Espíritu actúa por medio de los Apóstoles, pero al mismo
tiempo actúa también en los oyentes: « Mediante su acción, la Buena
Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se
difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida » 32

El envío « hasta los confines de la tierra » (Act 1, 8)

22.
Todos los evangelistas, al narrar el encuentro del Resucitado con los
Apóstoles, concluyen con el mandato misional: « Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo » (Mt 28, 18-20; cf. Mc 16, 15-18; Lc 24, 46-49; Jn 20, 21-23).

Este envío es envío en el Espíritu, como
aparece claramente en el texto de san Juan: Cristo envía a los suyos al
mundo, al igual que el Padre le ha enviado a él y por esto les da el
Espíritu. A su vez, Lucas relaciona estrictamente el testimonio que los
Apóstoles deberán dar de Cristo con la acción del Espíritu, que les hará
capaces de llevar a cabo el mandato recibido.

23. Las diversas
formas del « mandato misionero » tienen puntos comunes y también
acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en
todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea
confiada a los Apóstoles: « A todas las gentes » (Mt 28, 19); « por todo el mundo ... a toda la creación » (Mc 16, 15); « a todas las naciones » (Act 1, 8).
En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea
ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para
desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del
Espíritu, y la asistencia de Jesús: « Ellos salieron a predicar por
todas partes, colaborando el Señor con ellos » (Mc 16, 20).

En cuanto a las diferencias de acentuación en el mandato, Marcos presenta la misión como proclamación o Kerigma: « Proclaman la Buena Nueva » (Mc 16, 15). Objetivo del evangelista es guiar a sus lectores a repetir la confesión de Pedro: « Tú eres el Cristo » (Mc 8, 29) y proclamar, como el Centurión romano delante de Jesús muerto en la cruz: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). En Mateo el acento misional está puesto en la fundación de la Iglesia y en su enseñanza (cf. Mt 28,
19-20; 16, 18). En él, pues, este mandato pone de relieve que la
proclamación del Evangelio debe ser completada por una específica
catequesis de orden eclesial y sacramental. En Lucas, la misión se
presenta como testimonio (cf. Lc 24, 48; Act 1, 8), cuyo objeto ante todo es la resurrección (cf. Act 1, 22). El
misionero es invitado a creer en la fuerza transformadora del Evangelio
y a anunciar lo que tan bien describe Lucas, a saber, la conversión al
amor y a la misericordia de Dios, la experiencia de una liberación total
hasta la raíz de todo mal, el pecado.

Juan es el único que habla
explícitamente de « mandato » —palabra que equivale a « misión »—
relacionando directamente la misión que Jesús confía a sus discípulos
con la que él mismo ha recibido del Padre: « Como el Padre me envió,
también yo os envío » (Jn 20, 21). Jesús dice, dirigiéndose al Padre: « Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo » (Jn
17, 18). Todo el sentido misionero del Evangelio de Juan está expresado
en la « oración sacerdotal »: « Esta es la vida eterna: que te conozcan
a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado Jesucristo » (Jn
17, 3). Fin último de la misión es hacer participes de la comunión que
existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad
entre sí , permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo
conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace.

Por
tanto, los cuatro evangelios, en la unidad fundamental de la misma
misión, testimonian un cierto pluralismo que refleja experiencias y
situaciones diversas de las primeras comunidades cristianas; este
pluralismo es también fruto del empuje dinámico del mismo Espíritu;
invita a estar atentos a los diversos carismas misioneros y a las
distintas condiciones ambientales y humanas. Sin embargo, todos los
evangelistas subrayan que la misión de los discípulos es colaboración
con la de Cristo: « Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo » (Mt 28, 20) La misión, por consiguiente , no se basa en las capacidades humanas, sino en el poder del Resucitado.

El Espíritu guía la misión

24.
La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o,
como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y
ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que
los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte
en testigos o profetas (cf. Act 1, 8; 2, 17-18),
infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los
demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima. El Espíritu
les da la capacidad de testimoniar a Jesús con « toda libertad ».33

Cuando
los evangelizadores salen de Jerusalén, el Espíritu asume aún más la
función de « guía » tanto en la elección de las personas como de los
caminos de la misión. Su acción se manifiesta de modo especial en el
impulso dado a la misión que de hecho, según palabras de Cristo, se
extiende desde Jerusalén a toda Judea y Samaria, hasta los últimos
confines de la tierra.

Los Hechos recogen seis síntesis de los « discursos misioneros » dirigidos a los judíos el los comienzos de la Iglesia (cf. Act 2,
22-39; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 16-41). Estos
discursos-modelo, pronunciados por Pedro y por Pablo, anuncian a Jesús e
invitan a la « conversión », es decir, a acoger a Jesús por la fe y a
dejarse transformar en él por el Espíritu.

Pablo y Bernabé se sienten empujados por el Espíritu hacia los paganos (cf. Act 13
46-48), lo cual no sucede sin tensiones y problemas. ¿Cómo deben vivir
su fe en Jesús los gentiles convertidos? ¿Están ellos vinculados a las
tradiciones judías y a la ley de la circuncisión? En el primer Concilio,
que reúne en Jerusalén a miembros de diversas Iglesias alrededor de los
Apóstoles, se toma una decisión reconocida como proveniente del
Espíritu: para hacerse cristiano no es necesario que un gentil se someta
a la ley judía (cf. Act 15, 5-11.28). Desde aquel momento la
Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden
entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias
tradiciones, siempre que no estén en contraste con el Evangelio.

25.
Los misioneros han procedido según esta línea, teniendo muy presentes
las expectativas y esperanzas) las angustias y sufrimientos la cultura
de la gente para anunciar la salvación en Cristo. Los discursos de
Listra y Atenas (cf. Act 14, 11-17; 17, 22-31) son
considerados como modelos para la evangelización de los paganos. En
ellos Pablo « entra en diálogo » con los valores culturales y religiosos
de los diversos pueblos. A los habitantes de Licaonia, que practicaban
una religión de tipo cósmico, les recuerda experiencias religiosas que
se refieren al cosmos; con los griegos discute sobre filosofía y cita a
sus poetas (cf. Act 17, 18.26-28). El Dios al que quiere revelar
está ya presente en su vida; es él, en efecto, quien los ha creado y el
que dirige misteriosamente los pueblos y la historia. Sin embargo, para
reconocer al Dios verdadero, es necesario que abandonen los falsos
dioses que ellos mismos han fabricado y abrirse a aquel a quien Dios ha
enviado para colmar su ignorancia y satisfacer la espera de sus
corazones (cf. Act 17, 27-30). Son discursos que ofrecen un ejemplo de inculturación del Evangelio.

Bajo
la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las a
gentes » y el testimonio de Cristo se extiende a los centros más
importantes del Mediterráneo oriental para llegar posteriormente a Roma y
al extremo occidente. Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez mas
lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las
barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal.

El Espíritu hace misionera a toda la Iglesia

26.
El Espíritu mueve al grupo de los creyentes a « hacer comunidad », a
ser Iglesia. Tras el primer anuncio de Pedro, el día de Pentecostés, y
las conversiones que se dieron a continuación, se forma la primera
comunidad (cf. Act 2, 42-47; 4, 32-35).

En efecto, uno de
los objetivos centrales de la misión es reunir al pueblo para la escucha
del Evangelio, en la comunión fraterna, en la oración y la Eucaristía.
Vivir « la comunión fraterna » (koinonía) significa tener « un solo
corazón y una sola alma » (Act 4, 32), instaurando una comunión
bajo todos los aspectos: humano, espiritual y material. De hecho, la
verdadera comunidad cristiana, se compromete también a distribuir los
bienes terrenos para que no haya indigentes y todos puedan tener acceso a
los bienes « según su necesidad » (Act 2, 45; 4, 35). Las primeras comunidades, en las que reinaba « la alegría y sencillez de corazón » (Act 2, 46) eran dinámicamente abiertas y misioneras y « gozaban de la simpatía de todo el pueblo » (Act 2, 47). Aun antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación.34

27. Los Hechos indican
que la misión, dirigida primero a Israel y luego a las gentes, se
desarrolla a muchos niveles. Ante todo, existe el grupo de los Doce que,
como un único cuerpo guiado por Pedro, proclama la Buena Nueva. Está
luego la comunidad de los creyentes que, con su modo de vivir y actuar,
da testimonio del Señor y convierte a los paganos (cf. Act 2,
46-47). Están también los enviados especiales, destinados a anunciar el
Evangelio. Y así, la comunidad cristiana de Antioquía envía sus miembros
a misionar: después de haber ayunado, rezado y celebrado la Eucaristía,
esta comunidad percibe que el Espíritu Santo ha elegido a Pablo y
Bernabé para ser enviados (cf. Act 13, 1-4). En sus orígenes, por
tanto, la misión es considerada como un compromiso comunitario y una
responsabilidad de la Iglesia local, que tiene necesidad precisamente de
« misioneros » para lanzarse hacia nuevas fronteras. Junto a aquellos
enviados había otros que atestiguaban espontáneamente la novedad que
había transformado sus vidas y luego ponían en conexión las comunidades
en formación con la Iglesia apostólica.

La lectura de los Hechos nos hace entender que, al comienzo de la Iglesia, la misión ad gentes, aun
contando ya con misioneros « de por vida », entregados a ella por una
vocación especial, de hecho era considerada como un fruto normal de la
vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio
personal y el anuncio explícito, cuando era posible.

El Espíritu está presente operante en todo tiempo y lugar

28.
El Espíritu se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus
miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite
alguno ni de espacio ni de tiempo.35
El Concilio Vaticano II recuerda la acción del Espíritu en el corazón
del hombre, mediante las « semillas de la Palabra », incluso en las
iniciativas religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana
encaminados a la verdad, al bien y a Dios.36

El
Espíritu ofrece al hombre « su luz y su fuerza ... a fin de que pueda
responder a su máxima vocación »; mediante el Espíritu « el hombre llega
por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino »; más
aún, « debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad
de que, en la forma que sólo Dios conoce, se asocien a este misterio
pascual ».37
En todo caso, la Iglesia « sabe también que el hombre, atraído sin
cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente
ante el problema religioso » y « siempre deseará ... saber, al menos
confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte ».38
El Espíritu, pues, está en el origen mismo de la pregunta existencial y
religiosa del hombre, la cual surge no sólo de situaciones
contingentes, sino de la estructura misma de su ser.39

La
presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los
individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a
las culturas y a las religiones. En efecto, el Espíritu se halla en el
origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la
humanidad en camino; « con admirable providencia guía el curso de los
tiempos y renueva la faz de la tierra ».40
Cristo resucitado « obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón
del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino
también, por eso mismo, alentando, purificando y corroborando los
generosos propósitos con que la familia humana intenta hacer más
llevadera su vida y someter la tierra a este fin ».41
Es también el Espíritu quien esparce « las semillas de la Palabra »
presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en
Cristo.42

29. Así el Espíritu que « sopla donde quiere » (Jn 3, 8) y « obraba ya en el mundo aun antes de que Cristo fuera glorificado »,43 que « llena el mundo y todo lo mantiene unido, que sabe todo cuanto se habla » (Sab 1, 7), nos lleva a abrir más nuestra mirada para considerar su acción presente en todo tiempo y lugar.44
Es una llamada que yo mismo he hecho repetidamente y que me ha guiado
en mis encuentros con los pueblos más diversos. La relación de la
Iglesia con las demás religiones está guiada por un doble respeto: «
Respeto por el hombre en su búsqueda de respuesta a las preguntas más
profundas de la vida, y respeto por la acción del Espíritu en el hombre
».45
El encuentro interreligioso de Asís, excluida toda interpretación
equívoca, ha querido reafirmar mi convicción de que « toda auténtica
plegaria está movida por el Espíritu Santo, que está presente
misteriosamente en el corazón de cada persona.46

Este
Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la
vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es,
por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una
especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre
Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la
historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones tiene un
papel de preparación evangélica,47
y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del
Espíritu, « para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara
todas las cosas ».48

La
acción universal del Espíritu no hay que separarla tampoco de la
peculiar acción que despliega en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
En efecto, es siempre el Espíritu quien actúa, ya sea cuando vivifica la
Iglesia y la impulsa a anunciar a Cristo, ya sea cuando siembra y
desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos, guiando a la
Iglesia a descubrirlos, promoverlos y recibirlos mediante el diálogo.
Toda clase de presencia del Espíritu ha de ser acogida con estima y
gratitud; pero el discernirla compete a la Iglesia, a la cual Cristo ha
dado su Espíritu para guiarla hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

La actividad misionera está aún en sus comienzos

30. Nuestra época, con la humanidad en movimiento y búsqueda, exige un nuevo impulso en la actividad misionera de la Iglesia. Los
horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y nosotros
los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la
confianza en el Espíritu ¡El es el protagonista de la misión!

En
la historia de la humanidad son numerosos los cambios periódicos que
favorecen el dinamismo misionero. La Iglesia, guiada por el Espíritu, ha
respondido siempre a ellos con generosidad y previsión. Los frutos no
han faltado. Hace poco se ha celebrado el milenario de la evangelización
de la Rus' y de los pueblos eslavos y se está acercando la celebración
del V Centenario de la evangelización de América. Asimismo se han
conmemorado recientemente los centenarios de las primeras misiones en
diversos Países de Asia, África y Oceanía. Hoy la Iglesia debe afrontar
otros desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la
primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de
pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo. Hoy se pide a todos
los cristianos, a las Iglesias particulares y a la Iglesia universal la
misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma
disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu.



CAPÍTULO IV
LOS INMENSOS HORIZONTES DE LA MISIÓN AD GENTES
31.
El Señor Jesús envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a
todos los lugares de la tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia
recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la
salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida
que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10); ha sido enviada « para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos ».49

Esta
misión es única, al tener el mismo origen y finalidad; pero en el
interior de la Iglesia hay tareas y actividades diversas. Ante todo, se
da la actividad misionera que vamos a llamar misión ad gentes, con
referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de
la Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia « no puede
sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos
—y son millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo
Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente
misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su
Iglesia ».50

 Un marco religioso, complejo y en movimiento

32.
Hoy nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada
y cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y
religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se
transforman en situaciones complejas. Baste pensar en algunos fenómenos,
como el urbanismo, las migraciones masivas, el movimiento de prófugos,
la descristianización de países de antigua cristiandad, el influjo
pujante del Evangelio y de sus valores en naciones de grandísima mayoría
no cristiana, el pulular de mesianismos y sectas religiosas. Es un
trastocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que resulta
difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías
eclesiales a las que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya
se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían
convertido en « países de misión »; ciertamente la situación no ha
mejorado en los años sucesivos.

Por otra parte, la actividad
misionera ha dado ya abundantes frutos en todas las partes del mundo,
debido a lo cual hay ya Iglesias establecidas, a veces tan sólidas y
maduras que proveen adecuadamente a las necesidades de las propias
comunidades y envían también personal para la evangelización a otras
Iglesias y territorios. Surge de aquí el contraste con áreas de antigua
cristiandad, que es necesario reevangelizar. Tanto es así que algunos se
preguntan si aún se puede hablar de actividad misionera específica o de ámbitos precisos de la misma, o más bien se debe admitir que existe una situación misionera única, no
habiendo en consecuencia más que una sola misión, igual por todas
partes. La dificultad de interpretar esta realidad compleja y mudable
respecto al mandato de evangelización, se manifiesta ya en el mismo «
vocabulario misionero »; por ejemplo, existe una cierta duda en usar los
términos « misiones » y « misioneros », por considerarlos superados y
cargados de resonancias históricas negativas. Se prefiere emplear el
substantivo « misión » en singular y el adjetivo « misionero », para
calificar toda actividad de la Iglesia.

Tal entorpecimiento esta indicando un cambio real que tiene aspectos positivos. La llamada vuelta o « repatriación » de las misiones a la misión de la Iglesia, la confluencia de la misionología en la eclesiología y la
inserción de ambas en el designio trinitario de salvación, han dado un
nuevo respiro a la misma actividad misionera, concebida no ya como una
tarea al margen de la Iglesia, sino inserta en el centro de su vida,
como compromiso básico de todo el Pueblo de Dios. Hay que precaverse,
sin embargo, contra el riesgo de igualar situaciones muy distintas y de
reducir, si no hacer desaparecer, la misión y los misioneros ad gentes. Afirmar que toda la Iglesia es misionera no excluye que haya una específica misión ad gentes; al igual que decir que todos los católicos deben ser misioneros, no excluye que haya « misioneros ad gentes y de por vida », por vocación específica.

La misión « ad gentes » conserva su valor

33. Las diferencias en cuanto a la actividad dentro de esta misión de la Iglesia, nacen no de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla.51 Mirando al mundo actual, desde el punto de vista de la evangelización, se pueden distinguir tres situaciones.

En
primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la
Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales donde Cristo
y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas
suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio
ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes.52

Hay
también comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y
sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio
del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión
universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la
Iglesia.

Se da, por último, una situación intermedia,
especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también
en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han
perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como
miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de
su Evangelio. En este caso es necesaria una « nueva evangelización » o «
reevangelización ».

34. La actividad misionera específica, o misión ad gentes,
tiene como destinatarios « a los pueblos o grupos humanos que todavía
no creen en Cristo », « a los que están alejados de Cristo », entre los
cuales la Iglesia « no ha arraigado todavía »,53 y cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio.54
Esta actividad se distingue de las demás actividades eclesiales, porque
se dirige a grupos y ambientes no cristianos, debido a la ausencia o
insuficiencia del anuncio evangélico y de la presencia eclesial. Por
tanto, se caracteriza como tarea de anunciar a Cristo y a su Evangelio,
de edificación de la Iglesia local, de promoción de los valores del
Reino. La peculiaridad de esta misión ad gentes está en el hecho
de que se dirige a los « no cristianos ». Por tanto, hay que evitar que
esta « responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha
confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia »,55 se vuelva una flaca realidad dentro de la misión global del Pueblo de Dios y, consiguientemente, descuidada u olvidada.

Por lo demás, no es fácil definir los confines entre atención pastoral a los fieles, nueva evangelización y actividad misionera específica, y
no es pensable crear entre ellos barreras o recintos estancados. No
obstante, es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio y por
la fundación de nuevas Iglesias en los pueblos y grupos humanos donde no
existen, porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia, que ha sido
enviada a todos los pueblos, hasta los confines dela tierra. Sin la
misión ad gentes, la misma dimensión misionera de la Iglesia estaría privada de su significado fundamental y de su actuación ejemplar.

Hay que subrayar, además, una real y creciente interdependencia entre
las diversas actividades salvíficas de la Iglesia: cada una influye en
la otra, la estimula y la ayuda. El dinamismo misionero crea intercambio
entre las Iglesias y las orienta hacia el mundo exterior, influyendo
positivamente en todos los sentidos. Las Iglesias de antigua
cristiandad, por ejemplo, ante la dramática tarea de la nueva
evangelización, comprenden mejor que no pueden ser misioneras respecto a
los no cristianos de otros países o continentes, si antes no se
preocupan seriamente de los no cristianos en su propia casa. La misión ad intra es signo creíble y estímulo para la misión ad extra, y viceversa.

 A todos los pueblos, no obstante las dificultades

35. La misión ad gentes tiene
ante sí una tarea inmensa que de ningún modo está en vías de extinción.
Al contrario, bien sea bajo el punto de vista numérico por el aumento
demográfico, o bien bajo el punto de vista sociocultural por el surgir
de nuevas relaciones, comunicaciones y cambios de situaciones, parece
destinada hacia horizontes todavía más amplios. La tarea de anunciar a
Jesucristo a todos los pueblos se presenta inmensa y desproporcionada
respecto a las fuerzas humanas de la Iglesia.

Las dificultades parecen
insuperables y podrían desanimar, si se tratara de una obra meramente
humana. En algunos países está prohibida la entrada de misioneros; en
otros, está prohibida no sólo la evangelización, sino también la
conversión e incluso el culto cristiano. En otros lugares los obstáculos
son de tipo cultural: la transmisión del mensaje evangélico resulta
insignificante o incomprensible, y la conversión está considerada como
un abandono del propio pueblo y cultura.

36. No faltan tampoco dificultades internas al
Pueblo de Dios, las cuales son ciertamente las más dolorosas. Mi
predecesor Pablo VI señalaba, en primer lugar, « la falta de fervor,
tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se
manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en
el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza ».56
Grandes obstáculos para la actividad misionera de la Iglesia son
también las divisiones pasadas y presentes entre los cristianos,57
la descristianización de países cristianos, la disminución de las
vocaciones al apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida
no siguen el ejemplo de Cristo. Pero una de las razones más graves del
escaso interés por el compromiso misionero es la mentalidad
indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los
cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y
marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que « una
religión vale la otra ». Podemos añadir —como decía el mismo Pontífice—
que no faltan tampoco « pretextos que parecen oponerse a la
evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya
justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio ».58

A
este respecto, recomiendo vivamente a los teólogos y a los
profesionales de la prensa cristiana que intensifiquen su propio
servicio a la misión, para encontrar el sentido profundo de su
importante labor, siguiendo la recta vía del sentire cum Ecclesia.

Las
dificultades internas y externas no deben hacernos pesimistas o
inactivos. Lo que cuenta —aquí como en todo sector de la vida cristiana—
es la confianza que brota de la fe, o sea, de la certeza de que no
somos nosotros los protagonistas de la misión , sino Jesucristo y su
Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores y, cuando hayamos
hecho todo lo que hemos podido, debemos decir: « Siervos inútiles somos;
hemos hecho lo que debíamos hacer » (Lc 17, 10).

Ámbitos de la misión « ad gentes »

37. La misión ad gentes en
virtud del mandato universal de Cristo no conoce confines. Sin embargo,
se pueden delinear varios ámbitos en los que se realiza, de modo que se
pueda tener una visión real de la situación.

a) Ámbitos territoriales.

La
actividad misionera ha sido definida normalmente en relación con
territorios concretos. El Concilio Vaticano II ha reconocido la
dimensión territorial de la misión ad gentes,59
que también hoy es importante, en orden a determinar responsabilidades,
competencias y límites geográficos de acción. Es verdad que a una
misión universal debe corresponder una perspectiva universal. En efecto,
la Iglesia no puede aceptar que límites geográficos o dificultades de
índole política sean obstáculo para su presencia misionera. Pero también
es verdad que la actividad misionera ad gentes, al ser diferente
de la atención pastoral a los fieles y de la nueva evangelización de
los no practicantes, se ejerce en territorios y entre grupos humanos
bien definidos.

El multiplicarse de las jóvenes Iglesias en
tiempos recientes no debe crear ilusiones. En los territorios confiados a
estas Iglesias, especialmente en Asia, pero también en África, América
Latina y Oceanía, hay vastas zonas sin evangelizar; a pueblos enteros y
áreas culturales de gran importancia en no pocas naciones no ha llegado
aún el anuncio evangélico y la presencia de la Iglesia local.60 Incluso en países tradicionalmente cristianos hay regiones confiadas al régimen especial de la misión ad gentes grupos
y áreas no evangelizadas. Se impone pues, incluso en estos países, no
sólo una nueva evangelización sino también, en algunos casos, una
primera evangelización.61

Las
situaciones, con todo, no son homogéneas. Aun reconociendo que las
afirmaciones sobre la responsabilidad misionera de la Iglesia no son
creíbles, si no están respaldadas por un serio esfuerzo de nueva
evangelización en los países de antigua cristiandad, no parece justo
equiparar la situación de un pueblo que no ha conocido nunca a
Jesucristo con la de otro que lo ha conocido, lo ha aceptado y después
lo ha rechazado, aunque haya seguido viviendo en una cultura que ha
asimilado en gran parte los principios y valores evangélicos. Con
respecto a la fe, son dos situaciones sustancialmente distintas. De ahí
que, el criterio geográfico, aunque no muy preciso y siempre
provisional, sigue siendo válido todavía para indicar las fronteras
hacia las que debe dirigirse la actividad misionera. Hay países, áreas
geográficas y culturales en que faltan comunidades cristianas
autóctonas; en otros lugares éstas son tan pequeñas, que no son un signo
claro de la presencia cristiana; o bien estas comunidades carecen de
dinamismo para evangelizar su sociedad o pertenecen a poblaciones
minoritarias, no insertadas en la cultura nacional dominante. En el
Continente asiático, en particular, hacia el que debería orientarse
principalmente la misión ad gentes, los cristianos son una
pequeña minoría, por más que a veces se den movimientos significativos
de conversión y modos ejemplares de presencia cristiana.

b) Mundos y fenómenos sociales nuevos.

Las
rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual,
en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero: donde
antes existían situaciones humanas y sociales estables, hoy día todo
está cambiado. Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el
incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la
presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de
la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a
menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las
masas humanas.

En los tiempos modernos la actividad misionera se
ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de los
centros civilizados e inaccesibles por la dificultades de comunicación,
de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá
está cambiando: lugares privilegiados deberían ser las grandes ciudades,
donde surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de
cultura, que luego influyen sobre la población. Es verdad que la «
opción por los últimos » debe llevar a no olvidar los grupos humanos más
marginados y aislados, pero también es verdad que no se pueden
evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así
decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de
desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las
ciudades.

Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes,
que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población.
¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos, que
son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los
medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e
instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y
sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos
eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño.

Entre
los grandes cambios del mundo contemporáneo, las migraciones han
producido un fenómeno nuevo: los no cristianos llegan en gran número a
los países de antigua cristiandad, creando nuevas ocasiones de
comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la
acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad. Entre
los emigrantes, los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la
máxima atención. Estos son ya muchos millones en el mundo y no cesan de
aumentar; han huido de condiciones de opresión política y de miseria
inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas. La
Iglesia debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica.

Finalmente,
se deben recordar las situaciones de pobreza, a menudo intolerable, que
se dan en no pocos países y que, con frecuencia, son el origen de las
migraciones de masa. La comunidad de los creyentes en Cristo se ve
interpelada por estas situaciones inhumanas: el anuncio de Cristo y del
Reino de Dios debe llegar a ser instrumento de rescate humano para estas
poblaciones.

c) Áreas culturales o areópagos modernos.

Pablo,
después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a
Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un
lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cf. Act 17,
22-31). El areópago representaba entonces el centro de la cultura del
docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los
nuevos ambientes donde debe proclamarse el Evangelio.

El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que
está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse—
en una « aldea global ». Los medios de comunicación social han alcanzado
tal importancia que para muchos son el principal instrumento
informativo y formativo, de orientación e inspiración para los
comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas
generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos
medios. Quizás se ha descuidado un poco este areópago: generalmente se
privilegian otros instrumentos para el anuncio evangélico y para la
formación cristiana, mientras los medios de comunicación social se dejan
a la iniciativa de individuos o de pequeños grupos, y entran en la
programación pastoral sólo a nivel secundario. El trabajo en estos
medios, sin embargo, no tiene solamente el objetivo de multiplicar el
anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización
misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No
basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio
de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «
nueva cultura » creada por la comunicación moderna. Es un problema
complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del
hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos
lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos sicológicos. Mi
predecesor Pablo VI decía que: « la ruptura entre Evangelio y cultura es
sin duda alguna el drama de nuestro tiempo »;62 y el campo de la comunicación actual confirma plenamente este juicio.

Existen
otros muchos areópagos del mundo moderno hacia los cuales debe
orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el
compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los
derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías;
la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son
otros tantos sectores que han de ser iluminados con la luz del
Evangelio.

Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la
cultura, de la investigación científica, de las relaciones
internacionales que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos
de vida. Conviene estar atentos y comprometidos con estas instancias
modernas. Los hombres se sienten como navegantes en el mar tempestuoso
de la vida, llamados siempre a una mayor unidad y solidaridad: las
soluciones a los problemas existenciales deben ser estudiadas,
discutidas y experimentadas con la colaboración de todos. Por esto los
organismos y encuentros internacionales se demuestran cada vez más
importantes en muchos sectores de la vida humana, desde la cultura a la
política, desde la economía a la investigación. Los cristianos, que
viven y trabajan en esta dimensión internacional, deben recordar siempre
su deber de dar testimonio del Evangelio.

38. Nuestro tiempo es
dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras por un lado los hombres
dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de
sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro,
manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de
interioridad , el deseo de aprender nuevas formas y modos de
concentración y de oración. No sólo en las culturas impregnadas de
religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se busca la
dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este
fenómeno así llamado del « retorno religioso » no carece de ambigüedad,
pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso
patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se
proclama « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6).Es la vía
cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el
descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un areópago que
hay que evangelizar.

Fidelidad a Cristo y promoción de la libertad del hombre

39.
Todas las formas de la actividad misionera están marcadas por la
conciencia de promover la libertad del hombre, anunciándole a
Jesucristo. La Iglesia debe ser fiel a Cristo, del cual es el Cuerpo y
continuadora de su misión. Es necesario que ella camine « por el mismo
sendero que Cristo; es decir, por el sendero de la pobreza, la
obediencia, el servicio y la inmolación propia hasta la muerte, de la
que surgió victorioso por su resurrección ».63
La Iglesia, pues, tiene el deber de hacer todo lo posible para
desarrollar su misión en el mundo y llegar a todos los pueblos; tiene
también el derecho que le ha dado Dios para realizar su plan. La
libertad religiosa, a veces todavía limitada o coartada, es la premisa y
la garantía de todas las libertades que aseguran el bien común de las
personas y de los pueblos. Es de desear que la auténtica libertad
religiosa sea concedida a todos en todo lugar; ya con este fin la
Iglesia despliega su labor en los diferentes países, especialmente en
los de mayoría católica, donde tiene un mayor peso. No se trata de un
problema de religión de mayoría o de minoría, sino más bien de un
derecho inalienable de toda persona humana.

Por otra parte, la Iglesia se dirige al hombre en el pleno respeto de su libertad.64 La misión no coarta la libertad, sino más bien la favorece. La Iglesia propone, no impone nada: respeta
las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la
conciencia. A quienes se oponen con los pretextos más variados a la
actividad misionera de la Iglesia; ella va repitiendo: ¡Abrid las puertas a Cristo!

Me
dirijo a todas las Iglesias particulares, jóvenes y antiguas. El mundo
va unificándose cada vez más, el espíritu evangélico debe llevar a la
superación de las barreras culturales y nacionalísticas, evitando toda
cerrazón. Benedicto XV ya amonestaba a los misioneros de su tiempo a
que, si acaso « se olvidaban de la propia dignidad, pensasen en su
patria terrestre más que en la del cielo ».65
La misma amonestación vale hoy para las Iglesias particulares: ¡Abrid
las puertas a los misioneros!, ya que « una Iglesia particular que se
desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia
al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial ».66

Dirigir la atención hacia el Sur y hacia el Oriente

40.
La actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la
Iglesia. Mientras se aproxima el final del segundo milenio de la
Redención, es cada vez más evidente que las gentes que todavía no han
recibido el primer anuncio de Cristo son la mayoría de la humanidad. EL
balance de la actividad misionera en los tiempos modernos es ciertamente
positivo: la Iglesia ha sido fundada en todos los Continentes; es más,
hoy la mayoría de los fieles y de las Iglesias particulares ya no están
en la vieja Europa sino en los Continentes que los misioneros han
abierto a la fe.

Sin embargo, se da el caso de que « los confines
de la tierra », a los que debe llegar el Evangelio, se alejan cada vez
más, y la sentencia de Tertuliano, según la cual « el Evangelio ha sido
anunciado en toda la tierra y a todos los pueblos » 67 está muy lejos de su realización concreta: la misión ad gentes está
todavía en los comienzos. Nuevos pueblos comparecen en la escena
mundial y también ellos tienen el derecho a recibir el anuncio de la
salvación. El crecimiento demográfico del Sur y de Oriente, en países no
cristianos, hace aumentar continuamente el número de personas que
ignoran la redención de Cristo.

Hay que dirigir, pues, la
atención misionera hacia aquellas áreas geográficas y aquellos ambientes
culturales que han quedado fuera del influjo evangélico. Todos los
creyentes en Cristo deben sentir como parte integrante de su fe la
solicitud apostólica de transmitir a otros su alegría y su luz. Esta
solicitud debe convertirse, por así decirlo, en hambre y sed de dar a
conocer al Señor, cuando se mira abiertamente hacia los inmensos
horizontes del mundo no cristiano.



CAPÍTULO V
LOS CAMINOS DE LA MISIÓN
41.
« La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del
propósito de Dios, o epifanía, y su realización en el mundo y en la
historia, en la que Dios, por medio de la misión, perfecciona
abiertamente la historia de la salvación ».68 ¿Qué camino sigue la Iglesia para conseguir este resultado?

La
misión es una realidad unitaria, pero compleja, y se desarrolla de
diversas maneras, entre las cuales algunas son de particular importancia
en la presente situación de la Iglesia y del mundo.

La primera forma de evangelización es el testimonio

42. El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros;69
cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos
que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e
insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos
continuadores, es el « Testigo » por excelencia (Ap 1, 5; 3, 14) y
el modelo del testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el
camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que él da de Cristo (cf. Jn 15, 26-27).

La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que
hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aun con
todos los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo
de Cristo, es un signo de Dios y de las realidades trascendentales.
Pero todos en la Iglesia, esforzándose por imitar al divino Maestro,
pueden y deben dar este testimonio,70 que en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros.

El
testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la
atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los
pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas
acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en el
hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el
Evangelio. Incluso el trabajar por la paz, la justicia, los derechos
del hombre, la promoción humana, es un testimonio del Evangelio, si es
un signo de atención a las personas y está ordenado al desarrollo
integral del hombre.71

43.
EL cristiano y las comunidades cristianas viven profundamente
insertados en la vida de sus pueblos respectivos y son signo del
Evangelio incluso por la fidelidad a su patria, a su pueblo, a la
cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído. El
cristianismo está abierto a la fraternidad universal, porque todos los
hombres son hijos del mismo Padre y hermanos en Cristo.

La
Iglesia está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones
valientes y proféticas ante la corrupción del poder político o
económico; no buscando la gloria o bienes materiales; usando sus bienes
para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez de vida de
Cristo. La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de
humildad, ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de
un examen de conciencia, a nivel personal y comunitario, para corregir
en los propios comportamientos lo que es antievangélico y desfigura el
rostro de Cristo.

El primer anuncio de Cristo Salvador

44.
EL anuncio tiene la prioridad permanente en la misión: la Iglesia no
puede substraerse al mandato explícito de Cristo; no puede privar a los
hombres de la « Buena Nueva » de que son amados y salvados por Dios. «
La evangelización también debe contener siempre —como base, centro y a
la vez culmen de su dinamismo— una clara proclamación de que en
Jesucristo, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la
gracia y de la misericordia de Dios ».72
Todas las formas de la actividad misionera están orientadas hacia esta
proclamación que revela e introduce el misterio escondido en los siglos y
revelado en Cristo (cf. Ef 3, 3-9; Col 1, 25-29), el cual es el centro de la misión y de la vida de la Iglesia, como base de toda la evangelización.

En
la compleja realidad de la misión, el primer anuncio tiene una función
central e insustituible, porque introduce « en el misterio del amor de
Dios, quien lo llama a iniciar una comunicación personal con él en
Cristo »73
y abre la vía para la conversión. La fe nace del anuncio, y toda
comunidad eclesial tiene su origen y vida en la respuesta de cada fiel a
este anuncio.74 Como la economía salvífica está centrada en Cristo, así la actividad misionera tiende a la proclamación de su misterio.

EL
anuncio tiene por objeto a Cristo crucificado, muerto y resucitado: en
él se realiza la plena y auténtica liberación del mal, del pecado y de
la muerte; por él, Dios da la « nueva vida », divina y eterna. Esta es
la « Buena Nueva » que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y
que todos los pueblos tienen el derecho a conocer. Este anuncio se hace
en el contexto de la vida del hombre y de los pueblos que lo reciben.
Debe hacerse además con una actitud de amor y de estima hacia quien
escucha, con un lenguaje concreto y adaptado a las circunstancias. En
este anuncio el Espíritu actúa e instaura una comunión entre el
misionero y los oyentes, posible en la medida en que uno y otros entran
en comunión, por Cristo, con el Padre.75

45.
Al hacerse en unión con toda la comunidad eclesial, el anuncio nunca es
un hecho personal. El misionero está presente y actúa en virtud de un
mandato recibido y, aunque se encuentre solo , está unido por vínculos
invisibles, pero profundos, a la actividad evangelizadora de toda la
Iglesia.76 Los oyentes, pronto o más tarde, vislumbran a través de él la comunidad que lo ha enviado y lo sostiene.

El anuncio está animado por la fe, que suscita entusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra parresía, que
significa hablar con franqueza y valentía; este término se encuentra
también en san Pablo: « Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía
de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas » (1 Tes 2,
2). « Orando ... también por mí, para que me sea dada la Palabra al
abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del
Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él
valientemente como conviene » (Ef 6, 19-20).

Al anunciar a
Cristo a los no cristianos, el misionero está convencido de que existe
ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una
espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre
el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la
muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza, de modo que el misionero no se desalienta ni
desiste de su testimonio, incluso cuando es llamado a manifestar su fe
en un ambiente hostil o indiferente. Sabe que el Espíritu del Padre
habla en él (cf. Mt 10, 17-20; Lc 12, 11-12) y puede repetir con los Apóstoles: « Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo » (Act
5, 32). Sabe que no anuncia una verdad humana, sino la « Palabra de
Dios », la cual tiene una fuerza intrínseca y misteriosa (cf. Rom 1, 16).

La
prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para
testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana,
los « mártires », es decir, los testigos, son numerosos e indispensables
para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos:
obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces
héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son
los anunciadores y los testigos por excelencia.

Conversión y bautismo

46. El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es
decir, a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante
la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la Trinidad; es el
Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres
puedan creer en el Señor y « confesarlo » (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice: « Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae » (Jn 6, 44).

La
conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical,
que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin
embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la
existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida « según
la carne » a la « vida según el Espíritu (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.

La
Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan
Bautista que preparaba los caminos hacia Cristo, « proclamando un
bautismo de conversión para perdón de los pecados » (Mc 1, 4), y
los caminos de Cristo mismo, el cual, « después que Juan fue entregado,
marchó ... a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se
ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" » (Mc 1, 14-15).

Hoy
la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no
cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella
un acto de « proselitismo »; se dice que basta ayudar a los hombres a
ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar
comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la
solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a
escuchar la « Buena Nueva » de Dios que se revela y se da en Cristo,
para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este
acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la Samaritana: « Si
conocieras el don de Dios » y en el deseo inconsciente, pero ardiente de
la mujer: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,10.15).

47.
Los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a
cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo. Inmediatamente
después del acontecimiento de Pentecostés, Pedro habla a la multitud de
manera persuasiva « Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a
Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro
les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo" » (Act 2, 37-38). Y
bautizó aquel día cerca de tres mil personas. Pedro mismo, después de la
curación del tullido, habla a la multitud y repite: « Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados » (Act 3, 19).

La
conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la
praxis de la Iglesia, sino por voluntad del mismo Cristo, que envió a
hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28,
19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la
plenitud de la nueva vida en él: « En verdad, en verdad te digo: —dice
Jesús a Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede
entrar en el Reino de Dios » (Jn 3, 5). En efecto, el bautismo
nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos
unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un
signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un
sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el
Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace
miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

Todo esto hay que recordarlo, porque no pocos, precisamente donde se desarrolla la misión ad gentes, tienden
a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no
necesario. Es verdad que en ciertos ambientes se advierten aspectos
sociológicos relativos al bautismo que oscurecen su genuino significado
de fe y su valor eclesial. Esto se debe a diversos factores históricos y
culturales, que es necesario remover donde todavía subsisten, a fin de
que el sacramento de la regeneración espiritual aparezca en todo su
valor. A este cometido deben dedicarse las comunidades eclesiales
locales. También es verdad que no pocas personas afirman que están
interiormente comprometidas con Cristo y con su mensaje, pero no quieren
estarlo sacramentalmente, porque, a causa de sus prejuicios o de las
culpas de los cristianos, no llegan a percibir la verdadera naturaleza
de la Iglesia, misterio de fe y de amor.77
Deseo alentar, pues, a estas personas a abrirse plenamente a Cristo,
recordándoles que, si sienten el atractivo de Cristo, él mismo ha
querido a la Iglesia como « lugar » donde pueden encontrarlo realmente.
Al mismo tiempo, invito a los fieles y a las comunidades cristianas a
dar auténtico testimonio de Cristo con su nueva vida.

Ciertamente,
cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave
responsabilidad para ella, no sólo porque debe ser preparado para el
bautismo con el catecumenado y continuar luego con la instrucción
religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como
una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la
Iglesia el Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de
ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que
carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la
conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día.

Formación de Iglesias locales

48.
La conversión y el bautismo introducen en la Iglesia, donde ya existe, o
requieren la constitución de nuevas comunidades que confiesen a Jesús
Salvador y Señor. Esto forma parte del designio de Dios, al cual plugo «
llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente,
sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo
en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad ».78

La misión ad gentes tiene
este objetivo: fundar comunidades cristianas, hacer crecer las Iglesias
hasta su completa madurez. Esta es una meta central y específica de la
actividad misionera, hasta el punto de que ésta no puede considerarse
desarrollada, mientras no consiga edificar una nueva Iglesia particular,
que funcione normalmente en el ambiente local. De esto habla
ampliamente el Decreto Ad gentes.79
Después del Concilio se ha ido desarrollando una línea teológica para
subrayar que todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada
Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca
en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera. Se
trata de un trabajo considerable y largo, del cual es difícil indicar
las etapas precisas, con las que se termina la acción propiamente
misionera y se pasa a la actividad pastoral. No obstante, algunos puntos
deben quedar claros.

49. Es necesario, ante todo, tratar de
establecer en cada lugar comunidades cristianas que sean un « exponente
de la presencia de Dios en el mundo » 80
y crezcan hasta llegar a ser Iglesias. A pesar del gran número de
diócesis, existen todavía grandes áreas en que las Iglesias locales o no
existen en absoluto o son insuficientes con respecto a la extensión del
territorio y a la densidad y variedad de la población; queda por
realizar un gran trabajo de implantación y desarrollo de la Iglesia.
Esta fase de la historia eclesial, llamada plantatio Ecclesiae, no está terminada; es más, en muchos agrupamientos humanos debe empezar aún.

La
responsabilidad de este cometido recae sobre la Iglesia universal y
sobre las Iglesias particulares, sobre el pueblo de Dios entero y sobre
todas las fuerzas misioneras. Cada Iglesia, incluso la formada por
neoconvertidos, es misionera por naturaleza, es evangelizada y
evangelizadora, y la fe siempre debe ser presentada como un don de Dios
para vivirlo en comunidad (familias, parroquias, asociaciones) y para
irradiarlo fuera, sea con el testimonio de vida, sea con la palabra. La
acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en su propio
territorio y luego en otras partes, como participación en la misión
universal, es el signo más claro de madurez en la fe. Es necesaria una
radical conversión de la mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale
tanto para las personas, como para las comunidades. El Señor llama
siempre a salir de uno mismo, a compartir con los demás los bienes que
tenemos, empezando por el más precioso que es la fe. A la luz de este
imperativo misionero se deberá medir la validez de los organismos,
movimientos, parroquias u obras de apostolado de la Iglesia. Sólo
haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones
y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe.

Las
fuerzas misioneras provenientes de otras Iglesias y países deben actuar
en comunión con las Iglesias locales para el desarrollo de la comunidad
cristiana. En particular, concierne a ellas —siguiendo siempre las
directrices de los Obispos y en colaboración con los responsables del
lugar— promover la difusión de la fe y la expansión de la Iglesia en los
ambientes y grupos no cristianos; y animar en sentido misionero a las
Iglesias locales, de manera que la preocupación pastoral vaya unida
siempre a la preocupación por la misión ad gentes. Cada Iglesia
hará propia, entonces, la solicitud de Cristo, Buen Pastor, que se
entrega a su grey y al mismo tiempo, se preocupa de las « otras ovejas
que no son de este redil » (Jn 10, 15).

50. Esta solicitud constituirá un motivo y un estímulo para una renovada acción ecuménica. Los vínculos existentes entre actividad ecuménica y actividad misionera hacen
necesario considerar dos factores concomitantes. Por una parte se debe
reconocer que « la división de los cristianos perjudica a la causa
santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura y cierra a
muchos las puertas de la fe ».81
El hecho de que la Buena Nueva de la reconciliación sea predicada por
los cristianos divididos entre sí debilita su testimonio, y por esto es
urgente trabajar por la unidad de los cristianos, a fin de que la
actividad misionera sea más incisiva. Al mismo tiempo, no debemos
olvidar que los mismos esfuerzos por la unidad constituyen de por sí un
signo de la obra de reconciliación que Dios realiza en medio de
nosotros.

Por otra parte, es verdad que todos los que han
recibido el bautismo en Cristo están en una cierta comunión entre sí,
aunque no perfecta. Sobre esta base se funda la orientación dada por el
Concilio: « En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase
la acción ecuménica de forma que, excluida toda especie tanto de
indiferentismo y confusionismo como de emulación insensata, los
católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las
normas del Decreto sobre el Ecumenismo mediante la profesión común, en
cuanto sea posible, de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las
naciones y den vida a la cooperación en asuntos sociales y técnicos,
culturales y religiosos ».82

La
actividad ecuménica y el testimonio concorde de Jesucristo, por parte
de los cristianos pertenecientes a diferentes Iglesias y comunidades
eclesiales, ha dado ya abundantes frutos. Es cada vez más urgente que
ellos colaboren y den testimonio unidos, en este tiempo en el que sectas
cristianas y paracristianas siembran confusión con su acción. La
expansión de estas sectas constituye una amenaza para la Iglesia
católica y para todas las comunidades eclesiales con las que ella
mantiene un diálogo. Donde sea posible y según las circunstancias
locales, la respuesta de los cristianos deberá ser también ecuménica.

Las « comunidades eclesiales de base » fuerza evangelizadora

51.
Un fenómeno de rápida expansión en las jóvenes Iglesias, promovido, a
veces, por los Obispos y sus Conferencias como opción prioritaria de la
pastoral, lo constituyen las « comunidades eclesiales de base »
(conocidas también con otros nombres), que están dando prueba positiva
como centros de formación cristiana y de irradiación misionera. Se trata
de grupos de cristianos a nivel familiar o de ámbito restringido, los
cuales se reúnen para la oración, la lectura de la Escritura, la
catequesis, para compartir problemas humanos y eclesiales de cara a un
compromiso común. Son un signo de vitalidad de la Iglesia, instrumento
de formación y de evangelización un punto de partida válido para una
nueva sociedad fundada sobre la « civilización del Amor ».

Estas
comunidades descentralizan y articulan la comunidad parroquial a la que
permanecen siempre unidas; se enraízan en ambientes populares y rurales,
convirtiéndose en fermento de vida cristiana, de atención a los
últimos, de compromiso en pos de la transformación de la sociedad. En
ellas cada cristiano hace una experiencia comunitaria, gracias a la cual
también él se siente un elemento activo, estimulado a ofrecer su
colaboración en las tareas de todos. De este modo, las mismas
comunidades son instrumento de evangelización y de primer anuncio, así
como fuente de nuevos ministerios, a la vez que, animadas por la caridad
de Cristo, ofrecen también una orientación sobre el modo de superar
divisiones, tribalismos y racismos.

En efecto, toda comunidad,
para ser cristiana, debe formarse y vivir en Cristo, en la escucha de la
Palabra de Dios, en la oración centra da en la Eucaristía, en la
comunión expresada en la unión de corazones y espíritus, así como en el
compartir según las necesidades de los miembros (cf. Act 2,
42-47). Cada comunidad —recordaba Pablo VI— debe vivir unida a la
Iglesia particular y universal, en sincera comunión con los Pastores y
el Magisterio, comprometida en la irradiación misionera y evitando toda
forma de cerrazón y de instrumentalización ideológica.83
Y el Sínodo de los Obispos ha afirmado: « Porque la Iglesia es
comunión, las así llamadas nuevas comunidades de base, si verdaderamente
viven en la unidad con la Iglesia, son verdadera expresión de comunión e
instrumento para edificar una comunión más profunda. Por ello, dan una
gran esperanza para la vida de la Iglesia.84

Encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos

52.
Al desarrollar su actividad misionera entre las gentes, la Iglesia
encuentra diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de
inculturación. Es ésta una exigencia que ha marcado todo su camino
histórico, pero hoy es particularmente aguda y urgente.

El
proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos
requiere largo tiempo: no se trata de una mera adaptación externa, ya
que la inculturación « significa una íntima transformación de los
auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo
y la radicación del cristianismo en las diversas culturas ».85
Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje
cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia. Pero es también
un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las
características y la integridad de la fe cristiana.

Por medio de
la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas
culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en
su misma comunidad; 86 transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro.87
Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más
comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión.

Gracias
a esta acción en las Iglesias locales, la misma Iglesia universal se
enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la
vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la
caridad; conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que
es alentada a una continua renovación. Estos temas, presentes en el
Concilio y en el Magisterio posterior, los he afrontado repetidas veces
en mis visitas pastorales a las Iglesias jóvenes.88

La
inculturación es un camino lento que acompaña toda la vida misionera y
requiere la aportación de los diversos colaboradores de la misión ad gentes, la
de las comunidades cristianas a medida que se desarrollan, la de los
Pastores que tienen la responsabilidad de discernir y fomentar su
actuación.89

53.
Los misioneros, provenientes de otras Iglesias y países, deben
insertarse en el mundo sociocultural de aquellos a quienes son enviados,
superando los condicionamientos del propio ambiente de origen. Así,
deben aprender la lengua de la región donde trabajan, conocer las
expresiones más significativas de aquella cultura, descubriendo sus
valores por experiencia directa. Solamente con este conocimiento los
misioneros podrán llevar a los pueblos de manera creíble y fructífera el
conocimiento del misterio escondido (cf. Rom 16, 25-27; Ef 3,
5). Para ellos no se trata ciertamente de renegar a la propia identidad
cultural, sino de comprender, apreciar, promover y evangelizar la del
ambiente donde actúan y, por consiguiente, estar en condiciones de
comunicar realmente con él, asumiendo un estilo de vida que sea signo de
testimonio evangélico y de solidaridad con la gente.

Las
comunidades eclesiales que se están formando, inspiradas en el
Evangelio, podrán manifestar progresivamente la propia experiencia
cristiana en manera y forma originales, conformes con las propias
tradiciones culturales, con tal de que estén siempre en sintonía con las
exigencias objetivas de la misma fe. A este respecto, especialmente en
relación con los sectores de inculturación más delicados, las Iglesias
particulares del mismo territorio deberán actuar en comunión entre si 90
y con toda la Iglesia, convencidas de que sólo la atención tanto a la
Iglesia universal como a las Iglesias particulares las harán capaces de
traducir el tesoro de la fe en la legitima variedad de sus expresiones.91 Por esto, los grupos evangelizados ofrecerán los elementos para una « traducción » del mensaje evangélico 92
teniendo presente las aportaciones positivas recibidas a través de los
siglos gracias al contacto del cristianismo con las diversas culturas,
sin olvidar los peligros de alteraciones que a veces se han verificado.93

54.
A este respecto, son fundamentales algunas indicaciones. La
inculturación, en su recto proceso debe estar dirigida por dos
principios: « la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a
asumir y la comunión con la Iglesia universal ».94 Los Obispos, guardianes del « depósito de la fe » se cuidarán de la fidelidad y, sobre todo, del discernimiento,95
para lo cual es necesario un profundo equilibrio; en efecto, existe el
riesgo de pasar acríticamente de una especie de alienación de la cultura
a una supervaloración de la misma, que es un producto del hombre, en
consecuencia, marcada por el pecado. También ella debe ser « purificada,
elevada y perfeccionada ».96

Este
proceso necesita una gradualidad, para que sea verdaderamente expresión
de la experiencia cristiana de la comunidad: « Será necesaria una
incubación del misterio cristiano en el seno de vuestro pueblo —decía
Pablo VI en Kampala—, para que su voz nativa, más límpida y franca, se
levante armoniosa en el coro de las voces de la Iglesia universal ».97
Finalmente, la inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no
sólo a algunos expertos, ya que se sabe que el pueblo reflexiona sobre
el genuino sentido de la fe que nunca conviene perder de vista. Esta
inculturación debe ser dirigida y estimulada, pero no forzada, para no
suscitar reacciones negativas en los cristianos: debe ser expresión de
la vida comunitaria, es decir, debe madurar en el seno de la comunidad, y
no ser fruto exclusivo de investigaciones eruditas. La salvaguardia de
los valores tradicionales es efecto de una fe madura.

El diálogo con los hermanos de otras religiones

55.
El diálogo interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la
Iglesia. Entendido como método y medio para un conocimiento y
enriquecimiento recíproco , no está en contraposición con la misión ad gentes; es
más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones. En
efecto, esta misión tiene como destinatarios a los hombres que no
conocen a Cristo y su Evangelio, y que en su gran mayoría pertenecen a
otras religiones. Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo,
queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor; y no
deja de hacerse presente de muchas maneras, no sólo en cada individuo
sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya
expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan «
lagunas, insuficiencias y errores ».98 Todo ello ha sido subrayado ampliamente por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio posterior, defendiendo siempre que la salvación viene de Cristo y que el diálogo no dispensa de la evangelización.99

A
la luz de la economía de la salvación, la Iglesia no ve un contraste
entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo
siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión ad gentes. En
efecto, conviene que estos dos elementos mantengan su vinculación
íntima y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual no deben ser
confundidos, ni instrumentalizados, ni tampoco considerados
equivalentes, como si fueran intercambiables.

Recientemente he
escrito a los Obispos de Asia: « Aunque la Iglesia reconoce con gusto
cuanto hay de verdadero y de santo en las tradiciones religiosas del
Budismo, del Hinduismo y del Islam —reflejos de aquella verdad que
ilumina a todos los hombres—, sigue en pie su deber y su determinación
de proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es "el camino, la verdad y
la vida"... El hecho de que los seguidores de otras religiones puedan
recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo independientemente
de los medios ordinarios que él ha establecido, no quita la llamada a la
fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos ».100
En efecto, Cristo mismo, « al inculcar con palabras explícitas la
necesidad de la fe y el bautismo... confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta ».101 El diálogo debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación.102

56.
El diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una
actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido
por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el
Espíritu, que « sopla donde quiere » (Jn 3, 8).103 Con ello la Iglesia trata de descubrir las « semillas de la Palabra » 104 el « destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres »,105
semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las
tradiciones religiosas de la humanidad. El diálogo se funda en la
esperanza y la caridad, y dará frutos en el Espíritu. Las otras
religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; en
efecto, la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la
presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la
propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la
que es depositaria para el bien de todos.

De aquí deriva el
espíritu que debe animar este diálogo en el ámbito de la misión. EL
interlocutor debe ser coherente con las propias tradiciones y
convicciones religiosas y abierto para comprender las del otro, sin
disimular o cerrarse, sino con una actitud de verdad, humildad y
lealtad, sabiendo que el diálogo puede enriquecer a cada uno. No debe
darse ningún tipo de abdicación ni de irenismo, sino el testimonio
recíproco para un progreso común en el camino de búsqueda y experiencia
religiosa y, al mismo tiempo, para superar prejuicios, intolerancias y
malentendidos. El diálogo tiende a la purificación y conversión interior
que, si se alcanza con docilidad al Espíritu, será espiritualmente
fructífero.

57. Un vasto campo se le abre al diálogo, pudiendo
asumir múltiples formas y expresiones, desde los intercambios entre
expertos de las tradiciones religiosas o representantes oficiales de las
mismas, hasta la colaboración para el desarrollo integral y la
salvaguardia de los valores religiosos; desde la comunicación de las
respectivas experiencias espirituales hasta el llamado « diálogo de vida
», por el cual los creyentes de las diversas religiones atestiguan unos
a otros en la existencia cotidiana los propios valores humanos y
espirituales, y se ayudan a vivirlos para edificar una sociedad más
justa y fraterna.

Todos los fieles y las comunidades cristianas
están llamados a practicar el diálogo, aunque no al mismo nivel y de la
misma forma. Para ello es indispensable la aportación de los laicos que «
con el ejemplo de su vida y con la propia acción, pueden favorecer la
mejora de las relaciones entre los seguidores de las diversas religiones
»,106 mientras algunos de ellos podrán también ofrecer una aportación de búsqueda y de estudio.107

Sabiendo
que no pocos misioneros y comunidades cristianas encuentran en ese
camino difícil y a menudo incomprensible del diálogo la única manera de
dar sincero testimonio de Cristo y un generoso servicio al hombre, deseo
alentarlos a perseverar con fe y caridad, incluso allí donde sus
esfuerzos no encuentran acogida y respuesta. El diálogo es un camino
para el Reino y seguramente dará sus frutos, aunque los tiempos y
momentos los tiene fijados el Padre (cf. Act 1, 7).

 Promover el desarrollo, educando las conciencias

58. La misión ad gentes se
despliega aun hoy día, mayormente, en aquellas regiones del Sur del
mundo donde es más urgente la acción para el desarrollo integral y la
liberación de toda opresión. La Iglesia siempre ha sabido suscitar, en
las poblaciones que ha evangelizado, un impulso hacia el progreso, y
ahora mismo los misioneros, más que en el pasado, son conocidos también
como promotores de desarrollo por gobiernos y expertos
internacionales, los cuales se maravillan del hecho de que se consigan
notables resultados con escasos medios.

En la Encíclica Sollicitudo rei socialis he
afirmado que « la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al
problema del subdesarrollo en cuanto tal », sino que « da su primera
contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando
proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre,
aplicándola a una situación concreta ».108
La Conferencia de los Obispos latinoamericanos en Puebla afirmó que «
el mejor servicio al hermano es la evangelización, que lo prepara a
realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve
integralmente ».109
La misión de la Iglesia no es actuar directamente en el plano
económico, técnico, político o contribuir materialmente al desarrollo,
sino que consiste esencialmente en ofrecer a los pueblos no un « tener
más », sino un « ser más », despertando las conciencias con el
Evangelio. El desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una
evangelización cada vez más profunda ».110

La
Iglesia y los misioneros son también promotores de desarrollo con sus
escuelas, hospitales, tipografías, universidades, granjas agrícolas
experimentales. Pero el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente
ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras
técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la
madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no
el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a
los pueblos al Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del
hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los
hombres como hijos de Dios; el dominio sobre la naturaleza creada y
puesta al servicio del hombre; el deber de trabajar para el desarrollo
del hombre entero y de todos los hombres.

59. Con el mensaje
evangélico la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de
desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de
la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a
la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al
hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y
de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica de los
« nuevos cielos y nueva tierra » (cf. Is 65, 17; 2 Pe 3, 13; Ap
21, 1), la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para
el progreso de la humanidad. El desarrollo del hombre viene de Dios,
del modelo de Jesús Dios y hombre, y debe llevar a Dios.111 He ahí por qué entre el anuncio evangélico y promoción del hombre hay una estrecha conexión.

La
aportación de la Iglesia y de su obra evangelizadora al desarrollo de
los pueblos abarca no sólo el Sur del mundo, para combatir la miseria y
el subdesarrollo, sino también el Norte, que está expuesto a la miseria
moral y espiritual causada por el « superdesarrollo ».112
Una cierta modernidad arreligiosa, dominante en algunas partes del
mundo, se basa sobre la idea de que, para hacer al hombre más hombre,
baste enriquecerse y perseguir el crecimiento técnico-económico. Pero un
desarrollo sin alma no puede bastar al hombre, y el exceso de opulencia
es nocivo para él, como lo es el exceso de pobreza. El Norte del mundo
ha construido un « modelo de desarrollo » y lo difunde en el Sur, donde
el espíritu religioso y los valores humanos, allí presentes, corren el
riesgo de ser inundados por la ola del consumismo. « Contra el hambre
cambia la vida » es el lema surgido en ambientes eclesiales, que indica a
los pueblos ricos el camino para convertirse en hermanos de los pobres;
es necesario volver a una vida más austera que favorezca un nuevo
modelo de desarrollo, atento a los valores éticos y religiosos. La actividad misionera lleva a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo, mientras que la nueva evangelización debe
crear en los ricos, entre otras cosas, la conciencia de que ha llegado
el momento de hacerse realmente hermanos de los pobres en la común
conversión hacia el « desarrollo integral », abierto al Absoluto.113

La Caridad, fuente y criterio de la misión

60.
« La Iglesia en todo el mundo —dije en mi primera visita pastoral al
Brasil— quiere ser la Iglesia de los pobres... quiere extraer toda la
verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y sobre todo en esta
primera: "Bienaventurados los pobres de espíritu...". Quiere enseñar
esta verdad y quiere ponerla en práctica, igual que Jesús vino a hacer y
enseñar ».114

Las
jóvenes Iglesias que en su mayoría viven entre pueblos afligidos por
una pobreza muy difundida, expresan a menudo esta preocupación como
parte integrante de su misión. La III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano en Puebla, después de haber recordado el ejemplo de
Jesús, escribe que « los pobres merecen una atención preferencial,
cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren.
Hechos a imagen y semejanza de Dios para ser sus hijos, esta imagen está
ensombrecida y aun escarnecida. Por eso, Dios toma su defensa y los
ama. Es así como los pobres son los primeros destinatarios de la misión y
su evangelización es por excelencia señal y prueba de la misión de
Jesús ».115

Fiel
al espíritu de las bienaventuranzas, la Iglesia está llamada a
compartir con los pobres y los oprimidos de todo tipo. Por esto, exhorto
a todos los discípulos de Cristo y a las comunidades cristianas, desde
las familias a las diócesis, desde las parroquias a los Institutos
religiosos, a hacer una sincera revisión de la propia vida en el sentido
de la solidaridad con los pobres. Al mismo tiempo, doy gracias a los
misioneros quienes, con su presencia amorosa y su humilde servicio,
trabajan por el desarrollo integral de la persona y de la sociedad por
medio de escuelas, centros sanitarios, leproserías, casas de asistencia
para minusválidos y ancianos, iniciativas para la promoción de la mujer y
otras similares. Doy gracias a los sacerdotes, a los religiosos, a las
religiosas y a los laicos por su entrega. También aliento a los
voluntarios de Organizaciones no gubernamentales, cada día más
numerosos, los cuales se dedican a estas obras de caridad y de promoción
humana.

En efecto, son estas numerosas « obras de caridad » las que atestiguan el espíritu de toda la actividad misionera: El amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y
es también « el único criterio según el cual todo debe hacerse y no
hacerse, cambiarse y no cambiarse. Es el principio que debe dirigir toda
acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados
por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno ».116



CAPÍTULO VI
RESPONSABLES Y AGENTES DE LA PASTORAL MISIONERA
61.
No se da testimonio sin testigos, como no existe misión sin misioneros.
Para que colaboren en su misión y continúen su obra salvífica, Jesús
escoge y envía a unas personas como testigos suyos y Apóstoles: « Seréis
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los
confines de la tierra » (Act 1, 8).

Los Doce son los
primeros agentes de la misión universal: constituyen un « sujeto
colegial » de la misión, al haber sido escogidos por Jesús para estar
con él y ser enviados « a las ovejas perdidas de la casa de Israel » (Mt 10, 6). Esta
colegialidad no impide que en el grupo se distingan figuras
singularmente, como Santiago, Juan y, por encima de todos, Pedro, cuya
persona asume tanto relieve que justifica la expresión: « Pedro y los
demás Apóstoles » (Act 2, 14. 37). Gracias a él se abren los
horizontes de la misión universal en la que posteriormente destacará
Pablo, quien por voluntad divina fue llamado y enviado a los gentiles
(cf. Gál 1, 15-16).

En la expansión misionera de los
orígenes junto a los Apóstoles encontramos a otros agentes menos
conocidos que no deben olvidarse: son personas, grupos, comunidades. Un
típico ejemplo de Iglesia local es la comunidad de Antioquía que de
evangelizada, pasa a ser evangelizadora y envía sus misioneros a los
gentiles (cf. Act 13, 2-3). La Iglesia primitiva vive la misión
como tarea comunitaria, aun reconociendo en su seno a « enviados
especiales » o « misioneros consagrados a los gentiles », como lo son
Pablo y Bernabé.

62. Lo que se hizo al principio del cristianismo para la misión universal, también sigue siendo válido y urgente hoy. La Iglesia es misionera por su propia naturaleza ya
que el mandato de Cristo no es algo contingente y externo, sino que
alcanza al corazón mismo de la Iglesia. Por esto, toda la Iglesia y cada
Iglesia es enviada a las gentes. Las mismas Iglesias más jóvenes,
precisamente « para que ese celo misionero florezca en los miembros de
su patria », deben participar « cuanto antes y de hecho en la misión
universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a predicar
por todas las partes del mundo el Evangelio, aunque sufran escasez de
clero ».117 Muchas ya actúan así, y yo las aliento vivamente a continuar.

En
este vínculo esencial de comunión entre la Iglesia universal y las
Iglesias particulares se desarrolla la auténtica y plena condición
misionera. « En un mundo que, con la desaparición de las distancias, se
hace cada vez más pequeño, las comunidades eclesiales deben relacionarse
entre sí, intercambiarse energías y medios, comprometerse aunadamente
en la única y común misión de anunciar y de vivir el Evangelio... Las
llamadas Iglesias más jóvenes... necesitan la fuerza de las antiguas,
mientras que éstas tienen necesidad del testimonio y del empuje de las
más jóvenes, de tal modo que cada Iglesia se beneficie de las riquezas
de las otras Iglesias ».118

Los primeros responsables de la actividad misionera

63.
Así como el Señor resucitado confirió al Colegio apostólico encabezado
por Pedro el mandato de la misión universal, así esta responsabilidad
incumbe al Colegio episcopal encabezado por el Sucesor de Pedro.119
Consciente de esta responsabilidad, en los encuentros con los Obispos
siento el deber de compartirla, con miras tanto a la nueva
evangelización como a la misión universal. Me he puesto en marcha por
los caminos del mundo « para anunciar el Evangelio, para "confirmar a
los hermanos" en la, fe, para consolar a la Iglesia, para encontrar al
hombre. Son viajes de fe... Son otras tantas ocasiones de catequesis
itinerante, de anuncio evangélico para la prolongación, en todas las
latitudes, del Evangelio y del Magisterio apostólico dilatado a las
actuales esferas planetarias ».120

Mis
hermanos Obispos son directamente responsables conmigo de la
evangelización del mundo, ya sea como miembros del Colegio episcopal, ya
sea como pastores de las Iglesias particulares. El Concilio Vaticano II
dice al respecto: « El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el
mundo pertenece al Cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos, en
común, dio Cristo el mandato ».121 El Concilio afirma también que los Obispos « han sido consagrados no sólo para la salvación de todo el mundo ».122
Esta responsabilidad colegial tiene consecuencias prácticas. Asimismo, «
el Sínodo de los Obispos, ... entre los asuntos de importancia general,
había de considerar especialmente la actividad misionera, deber supremo
y santísimo de la Iglesia ».123
La misma responsabilidad se refleja, en diversa medida, en las
Conferencias Episcopales y en sus organismos a nivel continental, que
por ello tienen que ofrecer su propia contribución a la causa misionera.
124

Amplio
es también el deber misionero de cada Obispo, como pastor de una
Iglesia particular. Compete a él, « como rector y centro de la unidad en
el apostolado diocesano, promover; dirigir y coordinar la actividad
misionera... Procure, además, que la actividad apostólica no se limite
sólo a los convertidos, sino que se destine una parte conveniente de
operarios y de recursos a la evangelización de los no cristianos ».125

64.
Toda Iglesia particular debe abrirse generosamente a las necesidades de
las demás. La colaboración entre las Iglesias, por medio de una
reciprocidad real que las prepare a dar y a recibir, es también fuente
de enriquecimiento para todas y abarca varios sectores de la vida
eclesial. A este respecto, es ejemplar la declaración de los Obispos en
Puebla: « Finalmente, ha llegado para América Latina la hora ... de
proyectarse más allá de sus propias fronteras, ad gentes. Es verdad que nosotros mismos necesitamos misioneros. Pero debemos dar desde nuestra pobreza ».126

Con
este espíritu invito a los Obispos y a las Conferencias Episcopales a
poner generosamente en práctica todo lo que ha sido previsto en las Normas directivas, que
la Congregación para el Clero emanó para la colaboración entre las
Iglesias particulares y, especialmente, para la mejor distribución del
clero en el mundo.127

La
misión de la Iglesia es más vasta que la « comunión entre las Iglesias
»: ésta, además de la ayuda para la nueva evangelización, debe tener
sobre todo una orientación con miras a la especifica índole misionera.
Hago una llamada a todas las Iglesias, jóvenes y antiguas, para que
compartan esta preocupación conmigo, favoreciendo el incremento de las
vocaciones misioneras y tratando de superar las diversas dificultades.

 Misioneros e Institutos « ad gentes »

65.
Entre los agentes de la pastoral misionera, ocupan aún hoy, como en el
pasado, un puesto de fundamental importancia aquellas personas e
instituciones a las que el Decreto Ad gentes dedica el capítulo del título: « Los misioneros ».128 A
este respecto, se impone ante todo, una profunda reflexión, para los
misioneros mismos, que debido a los cambios de la misión pueden sentirse
inclinados a no comprender ya el sentido de su vocación, a no saber ya
qué espera precisamente hoy de ellos la Iglesia.

Punto de
referencia son estas palabras del Concilio: « Aunque a todo discípulo de
Cristo incumbe la tarea de propagar la fe según su condición, Cristo
Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere, para que
lo acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes. Por lo cual, por
medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para
común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno
y suscita al mismo tiempo en la Iglesia institutos que asuman como
misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la
Iglesia ».129

Se
trata, pues, de una « vocación especial », que tiene como modelo la de
los Apóstoles: se manifiesta en el compromiso total al servicio de la
evangelización; se trata de una entrega que abarca a toda la persona y
toda la vida del misionero, exigiendo de él una donación sin límites de
fuerzas y de tiempo. Quienes están dotados de tal vocación, « enviados
por la autoridad legítima, se dirigen por la fe y obediencia a los que
están alejados de Cristo, segregados para la obra a que han sido
llamados, como ministros del Evangelio ».130
Los misioneros deben meditar siempre sobre la correspondencia que
requiere el don recibido por ellos y ponerse al día en lo relativo a su
formación doctrinal y apostólica.

66. Los Institutos misioneros,
pues, deben emplear todos los recursos necesarios, poniendo a
disposición su experiencia y creatividad con fidelidad al carisma
originario, para preparar adecuadamente a los candidatos y asegurar el
relevo de las energías espirituales, morales y físicas de sus miembros.131
Que éstos se sientan parte activa de la comunidad eclesial y que actúen
en comunión con la misma. De hecho, « todos los Institutos religiosos
han nacido por la Iglesia y para ella; obligación de los mismos es
enriquecerla con sus propias características en conformidad con su
espíritu peculiar y su misión específica » y los mismos Obispos son
custodios de esta fidelidad al carisma originarlo.132

Los
Institutos misioneros generalmente han nacido en las Iglesias de
antigua cristiandad e históricamente han sido instrumentos de la
Congregación de Propaganda Fide para la difusión de la fe y la
fundación de nuevas Iglesias. Ellos acogen hoy de manera creciente
candidatos provenientes de las jóvenes Iglesias que han fundado,
mientras nuevos Institutos han surgido precisamente en los países que
antes recibían solamente misioneros y que hoy los envían. Es de alabar
esta doble tendencia que demuestra la validez y la actualidad de la
vocación misionera específica de estos Institutos, que todavía «
continúan siendo muy necesarios »,133 no sólo para la actividad misionera ad gentes, como
es su tradición, sino también para la animación misionera tanto en las
Iglesias de antigua cristiandad, como en las más jóvenes.

La vocación especial de los misioneros ad vitam conserva
toda su validez: representa el paradigma del compromiso misionero de la
Iglesia, que siempre necesita donaciones radicales y totales, impulsos
nuevos y valientes Que los misioneros y misioneras, que han con sagrado
toda la vida para dar testimonio del Resucitado entre las gentes, no se
dejen atemorizar por dudas, incomprensiones, rechazos, persecuciones.
Aviven la gracia de su carisma especifico y emprendan de nuevo con
valentía su camino, prefiriendo —con espíritu de fe obediencia y
comunión con los propios Pastores— los lugares más humildes y difíciles.

Sacerdotes diocesanos para la misión universal

67.
Colaboradores del Obispo, los presbíteros, en virtud del sacramento del
Orden, están llamados a compartir la solicitud por la misión: « El don
espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los
prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación "hasta
los confines de la tierra", pues cualquier ministerio sacerdotal
participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por
Cristo a los Apóstoles ».134 Por esto, la misma formación de los candidatos al sacerdocio debe tender a darles « un espíritu genuinamente católico que
les habitúe a mirar más allá de los limites de la propia diócesis,
nación, rito y lanzarse en ayuda de las necesidades de toda la Iglesia
con ánimo dispuesto para predicar el Evangelio en todas partes ».135
Todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad misioneros,
estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a
los más alejados y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio
ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio
eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad
entera.

Especialmente los sacerdotes que se encuentran en áreas
de minoría cristiana deben sentirse movidos por un celo especial y el
compromiso misionero. El Señor les confía no sólo el cuidado pastoral de
la comunidad cristiana, sino también y sobre todo la evangelización de
sus compatriotas que no forman parte de su grey. Los sacerdotes « no
dejarán además de estar concretamente disponibles al Espíritu Santo y al
Obispo, para ser enviados a predicar el Evangelio más allá de los
confines del propio país. Esto exigirá en ellos no sólo madurez en la
vocación, sino también una capacidad no común de desprendimiento de la
propia patria, grupo étnico y familia, y una particular idoneidad para
insertarse en otras culturas, con inteligencia y respeto ». 136

68. En la Encíclica Fidei donum, Pío
XII con intuición profética, alentó a los Obispos a ofrecer algunos de
sus sacerdotes para un servicio temporal a las Iglesias de África,
aprobando las iniciativas ya existentes al respecto. A veinticinco años
de distancia, quise subrayar la gran novedad de aquel Documento, que ha
hecho superar « la dimensión territorial del servicio sacerdotal para
ponerlo a disposición de toda la Iglesia ».137 Hoy se ven confirmadas la validez y los frutos de esta experiencia; en efecto, los presbíteros llamados Fidei donum ponen
en evidencia de manera singular el vínculo de comunión entre las
Iglesias, ofrecen una aportación valiosa al crecimiento de comunidades
eclesiales necesitadas, mientras encuentran en ellas frescor y vitalidad
de fe. Es necesario, ciertamente, que el servicio misionero del
sacerdote diocesano responda a algunos criterios y condiciones. Se deben
enviar sacerdotes escogidos entre los mejores, idóneos y debidamente
preparados para el trabajo peculiar que les espera.138
Deberán insertarse en el nuevo ambiente de la Iglesia que los recibe
con ánimo abierto y fraterno, y constituirán un único presbiterio con
los sacerdotes del lugar, bajo la autoridad del Obispo.139
Mi deseo es que el espíritu de servicio aumente en el presbiterio de
las Iglesias antiguas y que sea promovido en el presbiterio de las
Iglesias más jóvenes.

 Fecundidad misionera de la consagración

69. En la inagotable y multiforme riqueza del Espíritu se sitúan las vocaciones de los Institutos de vida consagrada, cuyos
miembros, « dado que por su misma consagración se dedican al servicio
de la Iglesia ... están obligados a contribuir de modo especial a la
tarea misional, según el modo propio de su Instituto ».140
La historia da testimonio de los grandes méritos de las Familias
religiosas en la propagación de la fe y en la formación de nuevas
Iglesias: desde las antiguas Instituciones monásticas, las Ordenes
medievales y hasta las Congregaciones modernas.

a) Siguiendo el Concilio, invito a los Institutos de vida contemplativa a
establecer comunidades en las jóvenes Iglesias, para dar « preclaro
testimonio entre los no cristianos de la majestad y de la caridad de
Dios, así como de unión en Cristo ».141
Esta presencia es beneficiosa por doquiera en el mundo no cristiano,
especial mente en aquellas regiones donde las religiones tienen en gran
estima la vida contemplativa por medio de la ascesis y la búsqueda del
Absoluto.

b) A los Institutos de vida activa indico
los inmensos espacios para la caridad, el anuncio evangélico, la
educación cristiana, la cultura y la solidaridad con los pobres , los
discriminados, los marginados y oprimidos. Estos Institutos, persigan o
no un fin estrictamente misionero, se deben plantear la posibilidad y
disponibilidad a extender su propia actividad para la expansión del
Reino de Dios. Esta petición ha sido acogida en tiempos más recientes
por no pocos Institutos, pero quisiera que se considerase mejor y se
actuase con vistas a un auténtico servicio. La Iglesia debe dar a
conocer los grandes valores evangélicos de que es portadora; y nadie los
atestigua más eficazmente que quienes hacen profesión de vida
consagrada en la castidad, pobreza y obediencia, con una donación total a
Dios y con plena disponibilidad a servir al hombre y a la sociedad,
siguiendo el ejemplo de Cristo.142

70.
Quiero dirigir unas palabras de especial gratitud a las religiosas
misioneras, en quienes la virginidad por el Reino se traduce en
múltiples frutos de maternidad según el espíritu. Precisamente la misión
ad gentes les ofrece un campo vastísimo para « entregarse por amor de un modo total e indiviso ».143
El ejemplo y la laboriosidad de la mujer virgen, consagrada a la
caridad hacia Dios y el prójimo, especialmente el más pobre, son
indispensables como signo evangélico entre aquellos pueblos y culturas
en que la mujer debe realizar todavía un largo camino en orden a su
promoción humana y a su liberación. Es de desear que muchas jóvenes
mujeres cristianas sientan el atractivo de entregarse a Cristo con
generosidad, encontrando en su consagración la fuerza y la alegría para
dar testimonio de él entre los pueblos que aún no lo conocen.

 Todos los laicos son misioneros en virtud del bautismo

71.
Los Pontífices de la época más reciente han insistido mucho sobre la
importancia del papel de los laicos en la actividad misionera.144 En la Exhortación Apostólica Christifideles laici,
también yo me he ocupado explícitamente de la « perenne misión de
llevar el Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y
mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre,145
y de la correspondiente responsabilidad de los fieles laicos. La misión
es de todo el pueblo de Dios: aunque la fundación de una nueva Iglesia
requiere la Eucaristía y, consiguientemente, el ministerio sacerdotal,
sin embargo la misión, que se desarrolla de diversas formas, es tarea de
todos los fieles.

La participación de los laicos en la expansión
de la fe aparece claramente, desde los primeros tiempos del
cristianismo, por obra de los fieles y familias, y también de toda la
comunidad. Esto lo recordaba ya el Papa Pío XII, refiriéndose a las
vicisitudes de las misiones, en la primera Encíclica misionera sobre la
historia de las misiones laicales.146
En los tiempos modernos no ha faltado la participación activa de los
misioneros laicos y de las misioneras laicas. ¿Cómo no recordar el
importante papel desempeñado por éstas, su trabajo en las familias, en
las escuelas, en la vida política, social y cultural y, en particular,
su enseñanza de la doctrina cristiana? Es más, hay que reconocer —y esto
es un motivo de gloria— que algunas Iglesias han tenido su origen,
gracias a la actividad de los laicos y de las laicas misioneros.

El
Concilio Vaticano II ha confirmado esta tradición, poniendo de relieve
el carácter misionero de todo el Pueblo de Dios, concretamente el
apostolado de los laicos,147 y subrayando la contribución específica que éstos están llamados a dar en la actividad misionera.148
La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no
es sólo cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado
en la dignidad bautismal, por la cual « los fieles laicos participan,
según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal,
profético y real— de Jesucristo ».149
Ellos, por consiguiente, « tienen la obligación general, y gozan del
derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el
mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los
hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en
aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los
hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo ».150
Además, dada su propia índole secular, tienen la vocación específica de
« buscar el Reino de Dios tratando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios ».151

72.
Los sectores de presencia y de acción misionera de los laicos son muy
amplios. « El campo propio ... es el mundo vasto y complejo de la
política, de lo social, de la economía ... »152
a nivel local, nacional e internacional. Dentro de la Iglesia se
presentan diversos tipos de servicios, funciones, ministerios y formas
de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad surgida
recientemente en no pocas Iglesias, el gran desarrollo de los «
Movimientos eclesiales », dotados de dinamismo misionero. Cuando se
integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos
cordialmente por Obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y
parroquiales, los Movimientos representan un verdadero don de Dios para
la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha.
Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo
vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la
evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de
expresarse.

En la actividad misionera hay que revalorar las
varias agrupaciones del laicado, respetando su índole y finalidades:
asociaciones del laicado misionero, organismos cristianos y hermandades
de diverso tipo; que todos se entreguen a la misión ad gentes y
la colaboración con las Iglesias locales. De este modo se favorecerá el
crecimiento de un laicado maduro y responsable, cuya « formación ... se
presenta en las jóvenes Iglesias como elemento esencial e irrenunciable
de la plantatio Ecclesiae.153

La obra de los catequistas y la variedad de los ministerios

73.
Entre los laicos que se hacen evangelizadores se encuentran en primera
línea los catequistas. El Decreto conciliar misionero los define como «
esa legión tan benemérita de la, obra de las misiones entre los gentiles
», los cuales, « llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes
sacrificios una ayuda singular y enteramente necesaria para la expansión
de la fe y de la Iglesia ».154
No sin razón las Iglesias más antiguas, al entregarse a una nueva
evangelización, han incrementado el número de catequistas e
intensificado la catequesis. « El título de "catequista" se aplica por
excelencia a los catequistas de tierras de misión ... Sin ellos no se
habrían edificado Iglesias hoy día florecientes ».155

Aunque
ha habido un incremento de los, servicios eclesiales y extraeclesiales,
el ministerio de los catequistas continúa siendo siempre necesario y
tiene unas características peculiares: los catequistas son agentes
especializados, testigos directos, evangelizadores insustituibles, que
representan la fuerza básica de las comunidades cristianas,
especialmente en las Iglesias jóvenes, como varias veces he afirmado y
constatado en mis viajes misioneros. El nuevo Código de Derecho Canónico
reconoce sus cometidos, cualidades y requisitos.156

Pero
no se puede olvidar que el trabajo de los catequistas resulta cada vez
más difícil y exigente debido a los cambios eclesiales y culturales en
curso. Es válido también en nuestros días lo que el Concilio mismo
sugería: una preparación doctrinal y pedagógica más cuidada, la
constante renovación espiritual y apostólica. La necesidad de « procurar
... una condición de vida decorosa y la seguridad social » a los
catequistas.157
Igualmente, es importante favorecer la creación y el potenciamiento de
las escuelas para catequistas, que, aprobadas por las Conferencias
Episcopales, otorguen títulos oficialmente reconocidos por éstas
últimas.158

74.
Además de los catequistas, hay que recordar las demás formas de
servicio a la vida de la Iglesia y a la misión, así como otros agentes:
animadores de la oración, del canto y de la liturgia; responsables de
comunidades eclesiales de base y de grupos bíblicos; encargados de las
obras caritativas; administradores de los bienes de la Iglesia;
dirigentes de los diversos grupos y asociaciones apostólicas; profesores
de religión en las escuelas. Todos los fieles laicos deben dedicar a la
Iglesia parte de su tiempo, viviendo con coherencia la propia fe.

Congregación para la Evangelización de los Pueblos y otras estructuras para la actividad misionera

75.
Los responsables y los agentes de la pastoral misionera deben sentirse
unidos en la comunión que caracteriza al Cuerpo místico. Por ello Cristo
pidió en la última cena: « Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado » (Jn 17, 21). En esta comunión está el fundamento de la fecundidad de la misión.

Pero
la Iglesia es también una comunión visible y orgánica, y por esto la
misión requiere igualmente una unión externa y ordenada entre las
diversas responsabilidades y funciones, de manera que todos los miembros
« dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia
».159

Corresponde
al Dicasterio misional « dirigir y coordinar en todo el mundo la obra
de evangelización de los pueblos y la cooperación misionera, salvo la
competencia de la Congregación para las Iglesias Orientales ».160
Por ello es de su competencia el que « forme y distribuya a los
misioneros según las necesidades más urgentes de las regiones..., haga
la planificación, dicte normas, directrices y principios para la
adecuada evangelización y dé impulsos ».161 No puedo sino confirmar estas sabias disposiciones: para impulsar la misión ad gentes es
necesario un centro de promoción, dirección y coordinación como es la
Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Invito, pues, a las
Conferencias Episcopales y a sus organismos, a los Superiores Mayores de
las Ordenes, Congregaciones e Institutos, a los organismos laicales
comprometidos en la actividad misionera, a colaborar fielmente con dicha
Congregación, que tiene la autoridad necesaria para programar y dirigir
la actividad y la cooperación misionera a nivel universal.

La
misma Congregación, que cuenta con una larga y gloriosa experiencia está
llamada a desempeñar un papel de primera importancia a nivel de
reflexión, de programas operativos, de los cuales tiene necesidad la
Iglesia para orientarse más decididamente hacia la misión en sus
diversas formas. Para conseguir este fin, la Congregación debe mantener
una estrecha relación con los otros Dicasterios de la Santa Sede, con
las Iglesias particulares y con las fuerzas misioneras. En una
eclesiología de comunión, en la que la Iglesia es toda ella misionera,
pero al mismo tiempo se ven siempre como indispensables las vocaciones e
instituciones específicas para la labor ad gentes, sigue siendo
muy importante el papel de guía y coordinación del Dicasterio misional
para afrontar conjuntamente las grandes cuestiones de interés común,
salvo las competencias propias de cada autoridad y estructura.

76.
Para la orientación y coordinación de la actividad misionera a nivel
nacional y regional, son de gran importancia las Conferencias
Episcopales y sus diversas agrupaciones. A ellas les pide el Concilio
que « traten ..., de común acuerdo, los asuntos más graves y los
problemas más urgentes, pero sin descuidar las diferencias locales »,162
así como el problema de la inculturación. De hecho, existe ya una
amplia y continuada acción en este campo y los frutos son visibles. Es
una acción que debe ser intensificada y mejor concertada con la de otros
organismos de las mismas Conferencias, de manera que la solicitud
misionera no quede reducida a la dirección de un determinado sector u
organismo, sino que sea compartida por todos.

Que los mismos
organismos e instituciones que se ocupan de la actividad misionera aúnen
oportunamente esfuerzos e iniciativas. Que las Conferencias de los
Superiores Mayores tengan también este mismo objetivo en su ámbito, en
contacto con las Conferencias Episcopales, según las indicaciones y
normas establecidas,163 recurriendo incluso a comisiones mixtas.164
De modo análogo, finalmente, hay que promover encuentros y formas de
colaboración entre las diferentes instituciones misioneras, ya sea para
la formación y el estudio,165 ya sea para la acción apostólica que hay que desarrollar.



CAPÍTULO VII
LA COOPERACIÓN EN LA ACTIVIDAD MISIONERA
77.
Miembros de la Iglesia en virtud del bautismo, todos los cristianos son
corresponsables de la actividad misionera. La participación de las
comunidades y de cada fiel en este derecho-deber se llama « cooperación
misionera ».

Tal cooperación se fundamenta y se vive, ante todo,
mediante la unión personal con Cristo: sólo si se está unido a él, como
el sarmiento a la viña (cf. Jn 15, 5), se pueden producir buenos
frutos. La santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la
misión de la Iglesia: « El Concilio invita a todos a una profunda
renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia
responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su participación
en la obra misionera entre los gentiles ».166

La
participación en la misión universal no se reduce, pues, a algunas
actividades particulares, sino que es signo de la madurez de la fe y de
una vida cristiana que produce frutos. De esta manera el creyente amplía
los confines de su caridad, manifestando la solicitud por quienes están
lejos y por quienes están cerca: ruega por las misiones y por las
vocaciones misioneras, ayuda a los misioneros, sigue sus actividades con
interés y, cuando regresan, los acoge con aquella alegría con la que
las primeras comunidades cristianas escuchaban de los Apóstoles las
maravillas que Dios había obrado mediante su predicación (cf. Act 14, 27).

Oración y sacrificios por los misioneros

78.
Entre las formas de participación, el primer lugar corresponde a la
cooperación espiritual: oración, sacrificios, testimonio de vida
cristiana. La oración debe acompañar el camino de los misioneros, para
que el anuncio de la Palabra resulte eficaz por medio de la gracia
divina. San Pablo, en sus Cartas, pide a menudo a los fieles que recen por él, para que pueda anunciar el Evangelio con confianza y franqueza.

A
la oración es necesario unir el sacrificio. El valor salvífico de todo
sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio
de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo místico a unirse a sus
padecimientos y completarlos en la propia carne (cf. Col 1, 24).
El sacrificio del misionero debe ser compartido y sostenido por el de
todos los fieles. Por esto, recomiendo a quienes ejercen su ministerio
pastoral entre los enfermos, que los instruyan sobre el valor del
sufrimiento, animándoles a ofrecerlo a Dios por los misioneros. Con tal
ofrecimiento los enfermos se hacen también misioneros, como lo subrayan
algunos movimientos surgidos entre ellos y para ellos. Incluso la misma
solemnidad de Pentecostés, inicio de la misión de la Iglesia, es
celebrada en algunas comunidades como « Jornada del sufrimiento por las
Misiones ».

« Heme aquí, Señor, estoy dispuesto, envíame » (cf. Is 6, 8)

79.
La cooperación se manifiesta además en el promover las vocaciones
misioneras. A este respecto, hay que reconocer la validez de las
diversas formas de actividad misionera; pero, al mismo tiempo, es
necesario reafirmar la prioridad de la donación total y perpetua a la obra de las misiones, especialmente
en los Institutos y Congregaciones misioneras, masculinas y femeninas.
La promoción de estas vocaciones es el corazón de la cooperación: el
anuncio del Evangelio requiere anunciadores, la mies necesita obreros,
la misión se hace, sobre todo, con hombres y mujeres consagrados de por
vida a la obra del Evangelio, dispuestos a ir por todo el mundo para
llevar la salvación.

Deseo, por tanto, recordar y alentar esta solicitud por las vocaciones misioneras. Conscientes
de la responsabilidad universal de los pueblos cristianos en contribuir
a la obra misional y al desarrollo de los pueblos pobres, debemos
preguntarnos por qué en varias naciones, mientras aumentan los
donativos, se corre el peligro de que desaparezcan las vocaciones
misioneras, las cuales reflejan la verdadera dimensión de la entrega a
los hermanos. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada son un
signo seguro de la vitalidad de una Iglesia.

80. Pensando en
este grave problema, dirijo mi llamada, con particular confianza y
afecto, a las familias y a los jóvenes. Las familias y, sobre todo, los
padres han de ser conscientes de que deben dar « una contribución
particular a la causa misionera de la Iglesia, cultivando las vocaciones
misioneras entre sus hijos e hijas ».167

Una
vida de oración intensa, un sentido real del servicio al prójimo y una
generosa participación en las actividades eclesiales ofrecen a las
familias las condiciones favorables para la vocación de los jóvenes.
Cuando los padres están dispuestos a consentir que uno de sus hijos
marche para la misión, cuando han pedido al Señor esta gracia, él los
recompensará, con gozo, el día en que un hijo suyo o hija escuche su
llamada.

A los mismos jóvenes ruego que escuchen la palabra de
Cristo que les dice, igual que a Simón Pedro y Andrés en la orilla del
lago: « Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres » (Mt 4, 19). Que los jóvenes tengan la valentía de responder, igual que Isaías: « Heme aquí, Señor, estoy dispuesto, envíame » (cf. Is 6,
8). Ellos tendrán ante sí una vida atrayente y experimentarán la
verdadera satisfacción de anunciar la « Buena Nueva » a los hermanos y
hermanas, a quienes guiarán por el camino de la salvación.

« Mayor felicidad hay en dar que en recibir » (Act 20, 35)

81.
Son muchas las necesidades materiales y económicas de las misiones; no
sólo para fundar la Iglesia con estructuras mínimas (capillas, escuelas
para catequistas y seminaristas, viviendas), sino también para sostener
las obras de caridad, de educación y promoción humana, campo inmenso de
acción, especialmente en los países pobres. La Iglesia misionera da lo
que recibe; distribuye a los pobres lo que sus hijos más pudientes en
recursos materiales ponen generosamente a su disposición. A este
respecto, deseo dar las gracias a todos aquellos que dan con sacrificio
para la obra misionera; sus renuncias y su participación son
indispensables para construir la Iglesia y testimoniar la caridad.

Respecto
a las ayudas materiales es importante comprobar el espíritu con el que
se da. Para ello, es necesario revisar el propio estilo de vida: las
misiones no piden solamente ayuda, sino compartir el anuncio y la
caridad para con los pobres. Todo lo que hemos recibido de Dios —tanto
la vida como los bienes materiales— no es nuestro sino que nos ha sido
dado para usarlo. La generosidad en el dar debe estar siempre iluminada e
inspirada por la fe: entonces sí que hay más alegría en dar que en
recibir.

La Jornada Misionera Mundial, orientada a
sensibilizar sobre el problema misionero, así como a recoger donativos,
es una cita importante en la vida de la Iglesia, porque enseña cómo se
ha de dar: en la celebración eucarística, esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo.

 Nuevas formas de cooperación misionera

82. La cooperación se abre hoy a nuevas formas, incluyendo no sólo la ayuda económica sino también la participación directa. Nuevas situaciones relacionadas con el fenómeno de la movilidad humana exigen a los cristianos un auténtico espíritu misionero.

El
turismo a escala internacional es ya un fenómeno de masas positivo, si
se practica con actitud respetuosa en orden a un mutuo enriquecimiento
cultural, evitando ostentaciones y derroches, y buscando la comunicación
humana. Pero a los cristianos se les exige sobre todo la conciencia de
deber ser siempre testigos de la fe y de la caridad en Cristo. También
el conocimiento directo de la vida misionera y de las comunidades
cristianas puede enriquecer y dar vigor a la fe. Son encomiables las
visitas a las misiones, sobre todo por parte de los jóvenes, que van
para prestar un servicio y tener una experiencia fuerte de vida
cristiana

Las exigencias del trabajo llevan hoy a numerosos
cristianos de jóvenes comunidades a regiones donde el cristianismo es
desconocido y, a veces, proscrito o perseguido. Esto pasa también con
los fieles de países de antigua tradición cristiana, que trabajan
temporalmente en países no cristianos. Estas circunstancias son
ciertamente una ocasión para vivir y testimoniar la fe. Durante los
primeros siglos, el cristianismo se difundió sobre todo porque los
cristianos, viajando o estableciéndose en regiones donde Cristo no había
sido anunciado, testimoniaban con valentía su fe y fundaban allí las
primeras comunidades.

Más numerosos son los ciudadanos de países
de misión y los que pertenecen a regiones no cristianas, que van a
establecerse en otras naciones por motivos de trabajo, de estudio, o
bien obligados por las condiciones políticas o económicas de sus lugares
de origen. La presencia de estos hermanos en los países de antigua
tradición cristiana es un desafío para las comunidades eclesiales,
animándolas a la acogida, al diálogo, al servicio, a compartir, al
testimonio y al anuncio directo. De hecho, también en los países
cristianos se forman grupos humanos y culturales que exigen la misión ad gentes. Las
Iglesias locales, con la ayuda de personas provenientes de los países
de los emigrantes y de misioneros que hayan regresado, deben ocuparse
generosamente de estas situaciones.

La cooperación puede implicar
también a los responsables de la política, de la economía de la
cultura, del periodismo, además de los expertos de los diversos
Organismos internacionales. En el mundo moderno es cada vez más difícil
trazar líneas de demarcación geográfica y cultural; se da una creciente
interdependencia entre los pueblos, lo cual es un estímulo para el
testimonio cristiano y para la evangelización.

Animación y formación del Pueblo de Dios

83.
La formación misionera del Pueblo de Dios es obra de la Iglesia local
con la ayuda de los misioneros y de sus Institutos, así como de los
miembros de las Iglesias jóvenes. Esta labor ha de ser entendida no como
algo marginal, sino central en la vida cristiana. Para la misma « nueva
evangelización » de los pueblos cristianos, el tema misionero puede ser
de gran ayuda: en efecto, el testimonio de los misioneros conserva su
atractivo incluso para los alejados y los no creyentes, y es transmisor
de valores cristianos. Las Iglesias locales, por consiguiente, han de
incluir la animación misionera como elemento primordial de su pastoral
ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los
juveniles.

Para conseguir este fin, es valiosa ante todo la
información mediante la prensa misionera y los diversos medios
audiovisuales. Su papel es de gran importancia en cuanto ayudan a
conocer la vida de la Iglesia universal, las voces y la experiencia de
los misioneros y de las Iglesias locales donde ellos trabajan. Conviene
que en las Iglesias más jóvenes, que no están aún en condiciones de
poseer una prensa y otros instrumentos, los Institutos misioneros
destinen personal y medios para estas iniciativas.

Para esta
formación están llamados los sacerdotes y sus colaboradores, los
educadores y profesores, los teólogos, particularmente los que enseñan
en los seminarios y en los centros para laicos. La enseñanza teológica
no puede ni debe prescindir de la misión universal de la Iglesia, del
ecumenismo, del estudio de las grandes religiones y de la misionología.
Recomiendo que sobre todo en los Seminarios y en las Casas de formación
para religiosos y religiosas se lleven a cabo tales estudios, procurando
que algunos sacerdotes, o alumnos y alumnas, se especialicen en los
diversos campos de las ciencias misionológicas.

Las actividades
de animación deben orientarse siempre hacia sus fines específicos:
informar y formar al Pueblo de Dios para la misión universal de la
Iglesia; promover vocaciones ad gentes; suscitar
cooperación para la evangelización. En efecto, no se puede dar una
imagen reductiva de la actividad misionera, como si fuera principalmente
ayuda a los pobres, contribución a la liberación de los oprimidos,
promoción del desarrollo, defensa de los derechos humanos. La Iglesia
misionera está comprometida también en estos frentes, pero su cometido
primario es otro: los pobres tienen hambre de Dios, y no sólo de pan y
libertad; la actividad misionera ante todo ha de testimoniar y anunciar
la salvación en Cristo, fundando las Iglesias locales que son luego
instrumento de liberación en todos los sentidos.

La responsabilidad primaria de las Obras Misionales Pontificias

84. En esta obra de animación el cometido primario corresponde a las Obras Misionales Pontificias, como
he afirmado varias veces en los Mensajes para la Jornada Mundial de las
Misiones. Las cuatro Obras —Propagación de la Fe, San Pedro Apóstol,
Santa Infancia y Unión Misional— tienen en común el objetivo de promover
el espíritu misionero universal en el Pueblo de Dios. La Unión Misional
tiene como fin inmediato y específico la sensibilización y formación
misionera de los sacerdotes, religiosos y religiosas que, a su vez,
deben cultivarla en las comunidades cristianas; además, trata de
promover otras Obras, de las que ella es el alma.168 « La consigna ha de ser ésta: Todas las Iglesias para la conversión de todo el mundo ».169
Estas Obras, por ser del Papa y del Colegio Episcopal, incluso en el
ámbito de las Iglesias particulares, « deben ocupar con todo derecho el
primer lugar, pues son medios para difundir entre los católicos, desde
la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero, y para
estimular la recogida eficaz de subsidios en favor de todas las misiones
, según las necesidades de cada una ».170 Otro objetivo de las Obras Misionales es suscitar vocaciones ad gentes
y de por vida, tanto en las Iglesias antiguas como en las más jóvenes.
Recomiendo vivamente que se oriente cada vez más a este fin su servicio
de animación.

En el ejercicio de sus actividades, estas Obras
dependen, a nivel universal, de la Congregación para la Evangelización
de los Pueblos y, a nivel local, de las Conferencias Episcopales y de
los Obispos en cada Iglesia particular, colaborando con los centros de
animación existentes: ellas llevan al mundo católico el espíritu de
universalidad y de servicio a la misión, sin el cual no existe auténtica
cooperación.

No sólo dar a la misión, sino también recibir

85.
Cooperar con las misiones quiere decir no sólo dar, sino también saber
recibir: todas las Iglesias particulares, jóvenes o antiguas, están
llamadas a dar y a recibir en favor de la misión universal y ninguna
deberá encerrarse en sí misma: « En virtud de esta catolicidad —dice el
Concilio—, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las
restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada
una de las partes aumenten a causa de todos los que mutuamente se
comunican y tienden a la plenitud en la unidad ... De aquí se derivan...
entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima
comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos
y ayudas temporales ».171

Exhorto a todas las Iglesias, a los Pastores, sacerdotes, religiosos y fieles a abrirse a la universalidad de la Iglesia, evitando
cualquier forma de particularismo, exclusivismo o sentimiento de
autosuficiencia. Las Iglesias locales, aunque arraigadas en su pueblo y
en su cultura, sin embargo deben mantener concretamente este sentido
universal de la fe, es decir, dando y recibiendo de las otras Iglesias
dones espirituales, experiencias pastorales del primer anuncio y de
evangelización, personal apostólico y medios materiales.

En
efecto, la tendencia a cerrarse puede ser fuerte: las Iglesias antiguas,
comprometidas en la nueva evangelización, piensan que la misión han de
realizarla en su propia casa, y corren el riesgo de frenar el impulso
hacia el mundo no cristiano, concediendo no de buena gana las vocaciones
a los Institutos misioneros, a las Congregaciones religiosas y a las
demás Iglesias. Sin embargo, es dando generosamente de lo nuestro como
recibiremos; y ya hoy las Iglesias jóvenes —no pocas de las cuales
experimentan un prodigioso florecimiento de vocaciones— son capaces de
enviar sacerdotes, religiosos y religiosas a las antiguas.

Por
otra parte, estas Iglesias jóvenes sienten el problema de la propia
identidad, de la inculturación, de la libertad de crecer sin influencias
externas, con la posible consecuencia de cerrar las puertas a los
misioneros. A estas Iglesias les digo: lejos de aislaros, acoged
abiertamente a misioneros y medios de las otras Iglesias y enviadlos
también vosotras mismas al mundo. Precisamente por los problemas que os
angustian tenéis necesidad de manteneros en continua comunicación con
los hermanos y hermanas en la fe. Haced valer por todos los medios
legítimos las libertades a las que tenéis derecho, acordándoos de que
los discípulos de Cristo tienen el deber de « obedecer a Dios antes que a
los hombres » (Act 5, 29).

Dios prepara una nueva primavera del Evangelio

86.
Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos
hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un
sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su
bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la
Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que
ya se vislumbra su comienzo. En efecto, tanto en el mundo no cristiano
como en el de antigua tradición cristiana, existe un progresivo
acercamiento de los pueblos a los ideales y a los valores evangélicos,
que la Iglesia se esfuerza en favorecer. Hoy se manifiesta una nueva
convergencia de los pueblos hacia estos valores: el rechazo de la
violencia y de la guerra; el respeto de la persona humana y de sus
derechos; el deseo de libertad, de justicia y de fraternidad; la
tendencia a superar los racismos y nacionalismos; el afianzamiento de la
dignidad y la valoración de la mujer.

La esperanza cristiana
nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y
para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha
enseñado: « Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo » (Mt 6, 10).

Los hombres que esperan a Cristo son
todavía un número inmenso: los ámbitos humanos y culturales, que aún no
han recibido el anuncio evangélico o en los cuales la Iglesia esta
escasamente presente, son tan vastos, que requieren la unidad de todas
las fuerzas. Al prepararse a celebrar el jubileo del año dos mil, toda
la Iglesia está comprometida todavía más en el nuevo adviento misionero.
Hemos de fomentar en nosotros el afán apostólico por transmitir a los
demás la luz y la gloria de la fe, y para este ideal debemos educar a
todo el Pueblo de Dios.

No podemos permanecer tranquilos si
pensamos en los millones de hermanos y hermanas nuestros, redimidos
también por la sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios.
Para el creyente, en singular, lo mismo que para toda la Iglesia, la
causa misionera debe ser la primera, porque concierne al destino eterno
de los hombres y responde al designio misterioso y misericordioso de
Dios.



CAPÍTULO VIII
ESPIRITUALIDAD MISIONERA
87.
La actividad misionera exige una espiritualidad específica, que
concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros.

Dejarse guiar por el Espíritu

Esta
espiritualidad se expresa, ante todo , viviendo con plena docilidad al
Espíritu; ella compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para
hacerse cada vez más semejantes a Cristo. No se puede dar testimonio de
Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la
gracia y por obra del Espíritu. La docilidad al Espíritu compromete
además a acoger los dones de fortaleza y discernimiento, que son rasgos
esenciales de la espiritualidad misionera.

Es emblemático el caso
de los Apóstoles , quienes durante la vida pública del Maestro, no
obstante su amor por él y la generosidad de la respuesta a su llamada,
se mostraron incapaces de comprender sus palabras y fueron reacios a
seguirle en el camino del sufrimiento y de la humillación. El Espíritu
los transformará en testigos valientes de Cristo y preclaros
anunciadores de su palabra: será el Espíritu quien los conducirá por los
caminos arduos y nuevos de la misión, siguiendo sus decisiones.

También
la misión sigue siendo difícil y compleja como en el pasado y exige
igualmente la valentía y la luz del Espíritu. Vivimos frecuentemente el
drama de la primera comunidad cristiana, que veía cómo fuerzas
incrédulas y hostiles se aliaban « contra el Señor y contra su Ungido » (Act
4, 26). Como entonces, hoy conviene orar para que Dios nos conceda la
libertad de proclamar el Evangelio; conviene escrutar las vías
misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa
(cf. Jn 16, 13) .

Vivir el misterio de Cristo « enviado »

88.
Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con
Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia
a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar. Pablo describe sus
actitudes: « Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: El
cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios. Sino que se despojó de si mismo tomando la condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un
hombre; y se humilló a si mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz » (Flp 2, 5-8).

Se describe aquí el misterio de la
Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva
a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el
final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no
obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre
este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz.

Al misionero se le pide « renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos »: 172
en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de
personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de
aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador. A esto se
orienta la espiritualidad del misionero: « Me he hecho débil con los
débiles ... Me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a
algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio » (1 Cor 9, 22-23).

Precisamente
porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia
consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. « No
tengas miedo ... porque yo estoy contigo » (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre.

Amar a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado

89.
La espiritualidad misionera se caracteriza además, por la caridad
apostólica; la de Cristo que vino « para reunir en uno a los hijos de
Dios que estaban dispersos » (Jn 11, 52); Cristo, Buen Pastor que conoce sus ovejas, las busca y ofrece su vida por ellas (cf. Jn 10). Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo.

El
misionero se mueve a impulsos del « celo por las almas », que se
inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención,
ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas
de la gente. El amor de Jesús es muy profundo: él, que « conocía lo que
hay en el hombre » (Jn 2, 25), amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada.

El
misionero es el hombre de la caridad: para poder anunciar a todo hombre
que es amado por Dios y que él mismo puede amar, debe dar testimonio de
caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo. EL misionero
es el « hermano universal »; lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su
apertura y atención a todos los pueblos y a todos los hombres,
particularmente a los más pequeños y pobres. En cuanto tal, supera las
fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología: es signo del amor
de Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia.

Por último, lo mismo que Cristo, él debe amar a la Iglesia: « Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella » (Ef
5, 25). Este amor, hasta dar la vida, es para el misionero un punto de
referencia. Sólo un amor profundo por la Iglesia puede sostener el celo
del misionero; su preocupación cotidiana —como dice san Pablo— es « la
solicitud por todas las Iglesias » (2 Cor 11, 28). Para todo misionero y toda comunidad « la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia ».173

El verdadero misionero es el santo

90.
La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad.
Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la
santidad: « La santidad es un presupuesto fundamental y una condición
insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia ».174

La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo
fiel está llamado a la santidad y a la misión. Esta ha sido la
ferviente voluntad del Concilio al desear, « con la claridad de Cristo,
que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a todos los
hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura ».175 La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.

El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige
misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni
organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con
mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es
necesario suscitar un nuevo « anhelo de santidad » entre los misioneros y
en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son
los colaboradores más íntimos de los misioneros.176

Pensemos,
queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras
comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y
de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo
a los confines del mundo. Y se trataba de la religión de un hombre
muerto en cruz, « escándalo para los judíos, necedad para los gentiles »
(1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades.

91.
Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de
las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia,
que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los
primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa
entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de
la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y
revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia
primitiva. Y seréis también fermento de espíritu misionero para las
Iglesias más antiguas.

Por su parte, los misioneros reflexionen
sobre el deber de ser santos, que el don de la vocación les pide,
renovando constantemente su espíritu y actualizando también su formación
doctrinal y pastoral. El misionero ha de ser un « contemplativo en
acción ». El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de
Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los
representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en
particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión
depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es
contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero
es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los
Apóstoles: « Lo que contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ...,
os lo anunciamos » (1 Jn 1, 1-3).

El misionero es el
hombre de las Bienaventuranzas. Jesús instruye a los Doce, antes de
mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza,
mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de
justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las
Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5,
1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y
demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha
acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la
alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido
por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la «
Buena Nueva » ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la
verdadera esperanza. 


CONCLUSIÓN
92.
Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el
Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos
los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser
un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en
particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con
generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro
tiempo. Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia
debe reunirse en el Cenáculo con « María, la madre de Jesús » (Act 1,
14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el
mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles,
tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu.

En
vísperas del tercer milenio, toda la Iglesia es invitada a vivir más
profundamente el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la obra
de la salvación. Esto lo hace con María y como María, su madre y
modelo: es ella, María, el ejemplo de aquel amor maternal que es
necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica
de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres. Por esto, «
la Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo
hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que
llega. Pero en este camino ... procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María ».177

A la « mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico »,178
confío la Iglesia y, en particular, aquellos que se dedican a cumplir
el mandato misionero en el mundo de hoy. Como Cristo envió a sus
Apóstoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, así,
mientras renuevo el mismo mandato, imparto a todos vosotros la Bendición
Apostólica, en el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero de mi Pontificado.



IOANNES PAULUS PP. II




1 Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 72:
« ¡Cuántas tensiones internas, que debilitan y desgarran a algunas
Iglesias e Instituciones locales , se desvanecerían ante la convicción
firme de que la salvación de las comunidades locales se logra con la
cooperación a la obra misionera en la universalidad del mundo! » Insegnamenti X (1972), 522.

2 Cf. Benedicto XV, Cart. Ap. Maximum illud (30 de noviembre de 1919): AAS 11 (1919), pp. 440-445; Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae (28 de febrero de 1926): AAS 18 (1926), pp. 65-83; Pío XII , Enc. Evangelii praecones (2 de junio de 1951): AAS 43 (1951) pp. 497-528; Enc. Fidei donum (21 de abril de 1957): AAS 49 (1957): pp. 225-248; Juan XXIII, Enc. Princeps Pastorum (28 de noviembre de 1959) AAS 5l (1959), 833-864.

3 Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), n. 10: AAS 71 (1979), 274 s.

4 Ibid., l.c., 275.

5 Credo niceno-constantinopolitano: Ds 150.

6 Enc. Redemptor hominis , n. 13: l.c., 283.

7 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 2.8 Ibid., 22.

9 Enc. Dives in misericordia (30 de noviernbre 1980), 7: AAS 72 (1980), 1202.

10 Homilía de la celebración eucarística en Cracovia, (10 de junio de 1979): AAS 71 (1979), 873.

11 Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et magistra (15 de mayo de 1961), IV: AAS 53 (1961), 451-453.

12 Declar. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2 13 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 53: AAS 68 (1976), 42.

14 Declar. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2.

15 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14-17; Decr. Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 3.

16 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo Actual, 43; Decr. Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 7. 21.

17 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

18 Ibid., 9.

19 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.20 Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

21 Enc. Dives in misericordia, 1: l.c., 1177.

22 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.

23 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

24 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium , sobre la Iglesia, 4.

25 Ibid.,5.

26 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 16. l.c., 15.

27 Discurso en la apertura de la III sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 14 de septiembre de 1964: AAS 56 (1964), 810.

28 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 34: l.c, 28.

29 Cf. Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología en el XX aniversario de la clausura del Conc. Ecum. Vat. II (7 de octubre de 1985), 10: « Indole escatológica de la Iglesia: Reino de Dios e Iglesia ».

30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.

31 Enc. Dominum et Vivificantem (18 de mayo de 1986), 42: AAS 78 (1986), 857. 32 Ibid., 64: l.c., 892.

33
Este término corresponde al griego « parresía » que significa también
entusiasmo, vigor; cf. Act 2, 29; 4, 13. 29. 31; 9, 27. 28; 13, 46; 14,
3; 18, 26; 19, 8. 26; 28, 31. 34 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 41-42: l.c., 31-33.

35 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 53: l.c., 874 s.

36 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 3. 11. 15; Const. past.
Gudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10-11. 22. 26. 38.
41. 92-93.

37 Conc Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10. 15. 22.

38 Ibid., 41.

39 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 54: l.c., 875-876 s.

40 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.

41 Ibid., 38; cf. 93.

42 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 3. 15.

43 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4.

44 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 53: l.c., 874.

45 Discurso a los representantes de las religiones no cristianas en Madrás, 5 de febrero de 1986: AAS 78 (1986), 767; cf. Mensaje a los Pueblos de Asia en Manila, 21 de febrero de 1981, 2-4: AAS 73 (1981), 392 s.; Discurso a los representantes de las religiones no cristianas en Tokyo, 24 de febrero de 1981, 3-4: Insegnamenti IV/1 (1981), 507 s.

46 Discurso a los Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22 de diciembre de 1986, 11: AAS 79 (1987), 1089.

47 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.

48 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 45; cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 54: l.c., 876.

49 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 10.

50 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de1988, 35: AAS 81 (1989), 457.

51 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6

52 Cf. ibid.

53 Ibid., 6. 23. 27.

54 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: l.c., 17-19. 55 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 457.

56 Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 80: l.c., 73.

57 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia,6.

58 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 80: l.c., 73.

59 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.

60 Cf. ibid., 20.

61 Cf. Discurso a los miembros del Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11de octubrede1985: AAS 78 (1986), 178-189.

62 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 19.

63 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 5: cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

64 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 3-4; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 79-80: l.c., 71-75; Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis , 12: l.c., 278-281.

65 Cart. Ap. Maximum illud: l.c., 446. 66 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 62: l.c., 52.

67 Cf. De praescriptione haereticorum, XX: CCL I, 201 s.

68 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9; cf. nn. 10-18.

69 Cf.Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 41: l.c., 31-32. 70 Cf. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 28. 35. 38; Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 43; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11-12

71 Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 21. 42: AAS 59 (1967), pp. 267 s., 278.

72 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 27: l.c., 23.

73 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 13.74 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 15: l.c., 13-15; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 13-14.

75 Cf. Enc. Dominum et Vivificantem, 42. 64: l.c.,857-859, 892-894.

76 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 60: l.c., 50-51.

77 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 6-9. 78 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad. gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 2; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

79 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 19-22.

80 Conc. ecum . Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 15.

81 Ibid., 6.

82 Ibid., 15; cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3. 83 Cf. Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 58: l.c., 46-49.

84 Asamblea extraordinaria del 1985, Relación final, II, C, 6.

85 Ibid. II, D, 4.

86 Cf. Exh. Ap. Catechesi tradendae (16 de octubre 1979), 53: AAS 71 (1979), 1320; Ep. Enc. Slavorum apostoli (2 de junio de 1985), 21: AAS 77 (1985), pp. 802 s.

87 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 18.88 Cf. Discurso a los Obispos del Zaire en Kinshasa, 3 de mayo de 1980, 4-6: AAS 72 (1980), 432-435; Discurso a los Obispos de Kenya en Nairobi, 7 de mayo de 1980, 6: AAS 72 (1980), 497; Discurso a los Obispos de la India en Delhi, 1 de febrero de 1986, 5: AAS 78 (1986), 748 s.; Homilía en Cartagena (Colombia), 6 de julio de 1986, 7-8: AAS 79 (1987), 105 s.; cf. también Ep. Enc. Slavorum apostoli, 21-22: l.c. 802-804.

89 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.

90 Cf. ibid.

91 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 64: l.c., 55.

92
Las Iglesias particulares « tienen la función de asimilar lo esencial
del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su
verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después, de
anunciarlo con ese mismo lenguaje... El lenguaje debe entenderse aquí
no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse
antropológico y cultural » (Ibid., 63: l.c., 53)

93 Cf. Discurso en la Audiencia general del 13 abril de 1988: Insegnamenti XI/1 (1988), 877-881.94 Exh. Ap. Familiaris consortio
(22 de noviembre de 1981), 10, en la que se trata de la inculturación «
en el ámbito del matrimonio y de la familia »: AAS 74 (1982), 91.

95 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandii, 63-65: l.c., 53-56.

96 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.97 Discurso a los participantes en el Simposio de los Obispos de África, en Kampala, 31 de julio de 1969, 2: AAS 61 (1969), 577.

98 Pablo VI, Discurso en la apertura de la II sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 29 de septiembre de 1963: AAS 55 (1963), 858; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la lglesia, 9; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 53: l.c., 41 s.

99 Cf. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) AAS 56 (1964), 609-659; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 41; Secretariado para
los no cristianos. La actitud de la Iglesia frente a los seguidores de
otras religiones. Reflexión y orientaciones sobre diálogo y misión (4 de
septiembre de l954): AAS 76 (1984), 816-828.

100
Carta a los Obispos de Asia con ocasión de la V Asamblea Plenaria de la
Federación de sus Conferencias Episcopales (23 de junio de 1990), 4: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 19 de agosto de 1990. 101 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14; cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 7.

102 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 7.

103 Cf. Enc. Redemptor hominis , 12: l.c., 279.

104 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 15.105 Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.

106 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici 35: l.c., 458.

107 Cf. Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 41. 108 Enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 41: AAS 80 (1988), 570 s.

109 Documentos de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, (1979), 3760 (1145).

110 Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, en Yakarta, Indonesia, 10 de octubre de 1989, 5: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 22 de octubre de 1989.

111 Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 14-21; 40-42: l.c., 264-268, 277 s.; Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 27-41: l.c., 547-572.

112 Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 28 : l.c., 548-550.113 Cf. ibid., cap. IV, 27-34: l.c., 547-560; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 19-21. 41-42: l.c., 266-268, 277 s.

114 Discurso a los habitantes de la « Favela Vidigal » en Río de Janeiro, 2 de julio de 1980, 4: AAS 72 (1980), 854. 115 Documentos de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, 3757 (1142).

116 Isaac de Stella, Sermón 31: PL 194, 1793.

117 Conc. Ecum. Vat II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia. 20.

118 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici , 35: l.c., 458.

119 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

120 Discurso a los Cardenales y a los colaboradores de la Curia Romana, de la Ciudad del Vaticano y del Vicariato de Roma, 28 de junio de 1980, Insegnamenti III/1 (1980), 1887.

121 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23. 122 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

123 Ibid., 29.

124 Cf. ibid., 38.

125 Ibid., 30. 126 Documentos de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, 2941 (368).

127 Cf. Normas
directivas para la colaboración de las Iglesias particulares y
especialmente para una mejor distribución del clero en el mundo
, Postquam Apostoli
(25 de marzo de 1980): AAS 72 (1980), 343-364.

128 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 23-27.

129 Ibid., 23.

130 Ibid.131 Cf. ibid., 23. 27.

132 Cf. S. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y S. Congregación para los Obispos, Criterios para la relación entre los Obispos y los Religiosos en la Iglesia, Mutuae relationes (14 de mayo de 1978), 14 b: AAS 70 (1978), 482; cf. 28: l.c., 490.

133 Conc . Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 27.

134 Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Presbyterorum ordinis, 10; cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 39. 135 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, sobre la forrnación sacerdotal, 20; cf. « Guía
Pastoral para los Sacerdotes Diocesanos de las Iglesias que dependen de
la Congregación para la Evangelización de los Pueblos
», Roma, 1989.

136 Discurso a los participantes en la Plenaria de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 14 de abril de 1989, 4: AAS 81 (1989), 1140.

137 Mensaje para la Jornada Misionera Mundial de 1982: Insegnamenti V/2 (1982), 1879.

138 Cf. Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38; S. Congregación para el Clero, Normas directivas Postquam Apostoli, 24-25: l.c., 361. 139 Cf. S. Congregación para el Clero, Normas directivas Postquam Apostoli, 29: l.c., 362 s.; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, 20.

140 C.I.C., cán. 783.

141 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 40.

142 Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 69: l.c., 58 s.

143 Cart. Ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 20: AAS 80 (1988), 1703.

144 Cf. Pío XII, Enc. Evangelii praecones: l.c., 510 s.; Enc. Fidei donum: l.c., 228 ss.; Juan XXIII, Enc. Princeps Pastorum: l.c., 855 ss.; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70-73: l.c., 59-63.145 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 457.

146 Cf. Enc. Evangelii praecones: l.c., 510-514. 147 Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17. 33 ss.

148 Cf. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 35-36. 41.

149 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 14: l.c. , 410.

150 C.I.C., cán. 225, 1; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares, 6. 13.

151 Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31; cf. C.I.C., cán. 225, 2.

152 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70: l.c. 60.153 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 35: l.c., 458.

154 Conc. Ecum. Vat II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 17.

155 Exh. Ap. Catechesi tradendae, 66: l.c., 1331.

156 Cf. cán 785, 1.

157 Decr. Ad gentes, sobre la actividad rnisionera de la Iglesia, 17.

158
Cf. Asamblea Plenaria de la S. Congregación para la Evangelización de
los Pueblos de 1969, sobre los catequistas y la relativa « Instrucción »
de abril de 1970 Bibliografía misionera 34 (1970), 197-212, y S.C. de
Propaganda Fide Memoria Rerum, III/2 (1976), 821-831. 159 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 28.

160 Const. Ap. Pastor Bonus, sobre la Curia Romana (28 de junio de 1988), 85: AAS 80 (1988), 881; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 29. 161 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 29; cf. Juan Pablo II, Const. Ap. Pastor Bonus, sobre la Curia Romana, 86: l.c., 882.

162 Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 31. 163 Cf. ibid., 33.

164 Cf. Pablo VI, Cart. Ap. motu proprio data Ecclesiae Sanctae (6 de agosto de 1966), II, 43: AAS 58 (1966), 782.

165 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 34; Pablo Vl, Motu proprio Ecclesiae sanctae, III, n. 22: l.c., 787. 166 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 35; cf. C.I.C. cánn. 211. 781.

167 Exh. Ap.Familiaris consortio, 54: l.c., 147.

168 Cf. Pablo VI, Cart. Ap. Graves et increscentes (5 de septiembre de 1966): AAS 58 (1966), 750-756.

169 P. Manna, Le nostre « Chiese » e la propagazione del Vangelo, Trentola Ducenta, 1952 (2) p. 35. 170 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.

171 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

172 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 24.

173 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 14.174 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 17: l.c., 419.

175 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia.

176 Cf. Discurso a la Asamblea del CELAM en Puerto Príncipe, Haití, 9 marzo de 1983: AAS 75 (1983), 771-779; Homilía en Santo Domingo, República Dominicana, para la apertura de la « novena de años », promovida por el CELAM, 12 de octubre de 1984: Insegnamenti VII/2 (1984), 885-897. 177 Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 2: AAS 79 (1987), 362 s.

178 Ibid., 22: l.c., 390.

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